jueves, setiembre 29, 2005

En la playa con Hitchcock

de Bruno Portillo

Marta estaba en sus días y Pablo había traído a Hitchcock. Marta sentada de copiloto, con lentes de sol negros y grandes, más peliroja, fumaba y fumaba ahogándonos a los cinco en la camioneta. Ibamos a cientocuarenta y no se podía abrir mucho la ventana. No había mucho sol, eran las diez.
–¿Para qué lo trajiste? –Marta empezó de nuevo.
–La nueva empleada se iba quedar sola en la casa. –dijo Pablo atrás de ella mientras miraba por la ventana el pantano lleno de garzas blancas y antenas de estaciones de radio.
Voltié y en la tolva se veía todas las mochilas, coolers, y a un lado el cuerpo; la tela azul del traje cruzado de sogas. Salía de la manga la mano muy blanca con el anillo de oro.
–“Pavo” ¿Dónde dijiste que se fueron tus viejos? –preguntó Samuel y seguía inclinado sobre su canguro, palpando los gordos moños de marijuana verde y perfumosa que había comprado para el fin de semana.
–A Trujillo y mi hermano a Huarmey con unas trampas horrendas. No iba dejarlo con la mujer esa, es charapa. No confío en los charapas. No les había contado, pero una vez estuve chupando con un tipo de Tingo María, jalonazo, era conocido del Petrovich. El tipo lo cabeció con doscientos cocos de unos aros para su carro. Un pendejo el charapa. Y además otra vaina.
–Qué vaina. –Pregunté.
–Esa vez en la casa de Petrovich que estábamos chupando, ya tarde bien huascas, Petrovich se quitó a comprar con el Loro y el charapa me comenzó a hablar de la Petrabitch, enfermazo. Hasta me florió que se la había tirado. Aunque fácil sí. Pero otra huevada también.
–Qué huevada. –Pregunté.
–Cuenta bien pe “Pavo”, aburres. –Dijo Carlos mientras bajaba la velocidad antes del peaje. –Porfa roja, saca tres lucas roja de allí.
Marta le pasa tres soles.
–El charapa era cabro. –Dijo por fin Pablo.
–Qué te hizo. –Pregunté.
–Ja, ja, ja, te quizo sodomizar el charapa qué pasó. –Dijo Samuel.
–Esa gente que saca el Petrovich. –Dijo Marta y predíó otro cigarro.
–Petrovich y el Loro no regresaban los putas y el charapa me hablaba y me hablaba no sé qué huevadas de los trocas de la selva. Que habían chibolitas…
–Qué asco. –Dijo Marta.
-…y me preguntó: “te has tirado un cabro?” Le dije que no, tranquilo, siguiéndole la corriente. Y me dijo que el sí, qué como las huevas, y ya me miraba con ojitos cuando felizmente llegaron Petrovich y el Loro. Al día siguiente le conté al Petrovich y el huevón se asustó. Allí fue que comenzó a llamarlo a pedirle los aros pa cortar palitos. El charapa se hacía el huevón lo meció como una semana más y al final nadie lo vio nunca más. Los otros Petrovich lo encuentran en la selva y lo matan.
–Pendejo el charapa. –Dijo Carlos.

Después de pasar el segundo peaje Samuel prendió un wiro gordo y lo acabamos antes de doblar en la trocha. Los baches nos hacían saltar flanqueados por sembríos de algodón seco. Llegamos a la playa. Antes de meter la camioneta en la arena Carlos y Pablo se bajaron a poner la doble tracción y se demoraban.
–Para eso fuman. –Marta seguía ácida y pelaba otra cajetilla de cigarros.
Finalmente Carlos metió la camioneta a la orilla. Bajo el mediodía el mar se había puesto manso y azul. Habían pocos campamentos, grandes grupos de carpas, distanciados entre sí. La gente que se asoleaba y los niños que andaban por allí, nos miraba sin expresión. Más adelante la camioneta espantó una larga bandada de patillos. Carlos aceleró y nos encontramos entre una nube de aves chillonas. Creo que todos nos sentíamos bien. Marta no fumaba.
–¿Ese quiosco? Que raro por acá. –Dijo Carlos.
Más parecía una choza de pescadores que un quiosco aunque tenía un toldo de esteras adelante. Al parecer si vendía cosas porque varios campamentos se habían dispersado alrededor. Carlos dobló hacia él. Una mujer gorda y morena se acercó.
–¿Tiene chelas señora? ¿Ceviche?
–Sí joven quédese por acá no más. Hay música también en la noche. Que raro huele su carro joven.
-Ok, gracias.
Entre todos concordamos el sitio para acampar, a unos diez metros del quiosco. Bajamos y olía a formol.
–Apesta a mierda. Que huevón eres Pablo. –Dijo Marta casi gritando, mientras Pablo habría la tolva. Descargamos primero las carpas, los coolers, las mochilas. Luego armabamos las carpas. La carpa azul y grande Samuel y yo. Marta y Carlos la amarilla. Pablo estaba en la tolva envolviendo el cuerpo con bolsas grandes de basura y cinta gris. Arrastró el cuerpo desde la camioneta, trayendo el vaho de formol.
–Ponlo bien lejos. –Dijo Marta.
El olor a formol era fuerte, tosimos un poco. Pablo arrastró el bulto negro varios a la izquierda donde no habían vecinos.
Cuando terminamos Samuel dijo que había que desintoxicarnos de esa mierda del formol y armó otro wiro gordo. Fumamos la mitad. Marta y Carlos se metieron a la carpa amarilla, los demás entramos al mar un rato. Salimos y seguían en la carpa. Samuel sacó lo que quedaba del wiro y lo terminamos. El sol quemaba y no teníamos sombrillas, entonces nos llevamos un cooler de cervezas al kiosko y empezamos a tomar sentados en una mesa bajo el toldo de esteras. Le compramos cigarros a la gorda para que no se queje. Samuel sacó un mazo de cartas del canguro y jugabamos golpeado sin ganas, mecánicamente. Fumábamos, hablabamos de lo difícil que era conseguir yerba barata en los feriados como estos. Intercambiamos información de chicas que conocíamos y deseabamos. Y luego hablábamos de las últimas que nos habíamos tirado y no habíamos deseado tanto.

Horas después entró un viento suave. La sombra del toldo cortaba en dos la mesa y a un trío de reinas sobre ella. El sol ya había declinado bastante y el mar iba encrespándose un poco, con brillos dorados.
–Ya salieron. –Dije mientras veía como Marta con un bikini negro y Carlos iban de la mano hacia el mar. A Marta se le veía bien, pero el bikini negro no iba con el pelo rojo.
–Marta está buena ¿no? –Dijo Pablo.
–Sí, fuera de que es asada se ha puesto fuerte. –Dijo Samuel.
–Es buena onda Marta –Dije yo.
–Sí, cuando se está bacilando, o cuando se sienta chupar, es de puta madre. –Dijo Samuel.
–¿Se acuerdan cuando era gordita? –Dije yo.
–Sí, era un tamalito antes de estar con Carlos. –Dijo Samuel.
–Pero siempre ha tenido buenas tetas. Ahí viene, ojalá que ahora que ha estado cachando se haya puesto de buen humor. –Dijo Pablo
–¿Carlos adónde va? –Dije yo. –Está corriendo, fácil a pasado algo con Hitchcock.
–Voy a ver. –Dijo Pablo.
Marta llamó a gritos a Pablo y él salió corriendo tras las carpas hacia la playa. Samuel y yo trotamos tras él. Marta estaba en la orilla, Carlos y Pablo en el mar sumergiéndose y nadando desesperados. Del cuerpo ni rastro.
–¿Que ha pasado? –Le pregunto a Marta.
–Cuando nos metimos al mar unos chibolos estaban jugando con el bulto, Carlos les gritó de lejos que lo dejen y se fueron. Cuando salimos, los chibolos corriendo y el bulto negro que se lo lleva el mar. Para qué lo trajo Pablo, qué idiota.
Samuel y yo nos sacamos los polos y nos metimos a buscarlo también. El mar estaba picado. Estuvimos sambullida tras sambullida hasta que oscureció. Nunca había visto mis manos tan arrugadas.
Pablo estaba mudo, muy preocupado. Lo intentamos animar, pero no aceptó el wiro que le pasaba Samuel. Por decir algo le dije que el mar podría botarlo hoy mismo, en la misma playa, por acá cerca. Pablo se levantó en el acto, agarró la linterna y se fue a la orilla.

Dos horas después estabamos alrededor de la fogata ya bien puestos. Nos iluminaron la cara: La sombra de Pablo llegaba arrastrando el cuerpo de una mano. Carlos se paró y ayudo con la otra mano. Lo dejaron al lado de la fogata. Marta prendió un cigarro. El saco azul estaba abierto y empapado, quedaban algunas bolsas pegadas. Entre los cuatro comenzamos a desnudarlo. Marta nos miró un momento, seria, soplando una nube de humo. Luego se rió, tiró el cigarro. Se levantó a recoger la ropa que le pasabamos y la fue extendiendo sobre las carpas.
Nos sentamos los cinco ante la fogata y el cuerpo extendido que se secaba. Bebíamos y fumabamos mientras al frente reventaban las olas en franjas de espuma fosforescente. El brillo del fuego bailaba y hacía sombras sobre la cara de Hitchcock con los ojos cerrados, que reposaba una mejilla fofa sobre la arena. Las gotas bajaban lentamente por la cabeza calva, por la frente húmeda, como si sudara.

sábado, setiembre 24, 2005


28.
- Droguerto odiaba a ese caracol -empieza Mario.
Miguel se vuelve a sentar. Los efectos de la marihuana siempre hacen que a Miguel le den ataques de risa, pero esta vez no hace más que sentarse y escuchar con atención lo que va a decir Mario.
- Habla de una vez, mierda.
- Ella amaba a su caracol, era lo más que amaba en el mundo después de Droguerto. De verdad, yo no la conocí, aunque una vez Droguerto me la señaló en un supermercado. La cosa es que él vivió en la casa de ella en alguna época. Con su familia y todo eso. Yo no lo entiendo bien, pero es lo que él me ha contado. Pues en su casa también vivía este caracol. Dice que ella a veces lo abrazaba y le decía cosas como: “mi caracol favorito”, o “mi caracolito”. En fin, un buen día, uno de ésos días, o una de ésas noches, a Droguerto se le corrió acabar con él y lo hizo de la manera más cruel que existe...
- Lo pisó.
- No. Eso también habría sido cruel, pero... bueno, la cuestión es que no lo hizo. En lugar de eso prefirió hacer...
- ¿Qué?
- Déjame terminar. Resulta que en la cocina de Lucía había un pote lleno de sal. Ya sabes, de vidrio, de tapa roja, en fin...
- ¿Sal?
- Sí, y a los caracoles les quema la sal, ¿entiendes? Lo cogió del caparazón y lo metió allí. Apenas lo hizo empezó a quemarse y salió un montón de espuma verde, fue horrible. Cuando llegó la mamá de Lucía sólo encontró su caparazón y un montón de vísceras descompuestas. No quedó ni una sola antenita.
- Qué cruel.
- Sí, y después de eso Droguerto tuvo que irse para siempre de aquella casa. Y eso que Lucía y Droguerto tiraban cuando les daba la gana. Fue horrible para Droguerto, pero después de eso pasaron un par de meses y Droguerto volvió a ser el mismo Droguerto de siempre.

27.
- ¿Qué mierda es esto? -pregunta Droguerto mientras le da clic al mouse de la computadora de Miguel. Mario se inclina y fija su mirada en la pantalla del monitor, del que sale una luz blanca. Miguel está sentado en su cama haciendo bolitas con papel platino. La puerta del cuarto está cerrada. Hay una toalla en el borde inferior de la puerta que no evita que el humo se expanda y que el olor se perciba a kilómetros de distancia.
- “Gente que al comer galletas MARGARITAS primero se come los pétalos y después raspa las bolitas del centro.”
- ¿De qué estás hablando?
- Droguerto ha entrado al Hi5 de su ex.
Droguerto se irrita, se coge del pelo con ambas manos y después pregunta en voz alta:
- ¿Qué mierda es esto?
- “Gente que veía Leyendas del Templo Escondido y creía poder hacerlo más rápido.”
- Son esos grupos a los que la gente se une en el Hi5.
- A ver a tu ex, Droguer... -Miguel se pone de pié y mira la pantalla del monitor. De fondo suena una canción de Pink Floyd y el olor a marihuana permanece.
- Uhhh... está buena.
- Sí, buenas tetas.
- ¿Cómo decías que se llamaba?
- Lucía, se llama Lucía.
- Y ese caracol.
- Ni idea. Ella siempre tuvo a ese jodido caracol metido en el culo.
- En serio, tenía un caracol de mascota.
- Ya, pero nunca en el culo -Mario mueve la cabeza.
- ¿Qué mierda es esto?
- “Gente que de chibola se hizo socia del Club Wong Kids y nunca les sirvió de nada.”
- No entiendo, por qué esa chica tiene un caracol en la mano.
- Porque era su mascota -dice Droguerto en voz alta. Miguel se aleja y husmea detrás de la puerta.
- Nadie puede tener a un caracol de mascota. Es decir, no son domesticables.
Cambian de foto. Ahora Lucía está parada al borde de una piscina en bikini. Un chico está detrás de ella y la abraza. Por la posición de la cámara se diría que quien tomó la foto fue la misma Lucía. Es una mala toma pero se le ven los pechos y parte del vientre. El chico que está detrás de ella tiene algunos músculos y está lleno de pelos.
- Au -dice Mario.
- No me importa nada, en serio. No me importa nada.
- Bueno. ¿Cómo es eso del caracol?
- No quiero hablar.
Droguerto se pone de pié y se va.
- “Gente a la que nunca le salió nada de los que hacía Noppo pero que querían comer bolas de arroz.”
Droguerto se dirige a la máquina y dice:
- ¿Qué mierda es esto?
- “Gente a la que le gusta el olor a gasolina.”
- “Personas que miran a los ojos y hacen como si estuvieran escuchando pero en realidad están pensando en otra cosa.”

miércoles, setiembre 21, 2005


26. Miguel en el dentista
está sentado en la silla reclinable mientras espera anhelante la punta de la jeringa que atravesará insensible su encía y su quijada hasta llegar al nervio de la parte inferior izquierda de su boca, que le anestesiará la mitad de su labio y su lengua. Quiere sentir la anestesia total que lo hará soportar un poco más, otra vez, otra endodoncia.
Miguel se muere de miedo sentado en la silla reclinable del dentista. Junto a él hay otro montón de pacientes y practicantes de batas verdes y mascarillas que les cubren la boca. La chica que lo atiende a él tiene amarrado el pelo y juega con alfileres finísimos clavados contra una especie de esponja en una latita plateada. Saca uno, lo mira con detenimiento y lo guarda. Saca otro, lo mira con detenimiento y lo guarda.
- ¿Ya?
Miguel está aterrado. La muela que ella tiene que atravesar con el alfiler está abierta, descascarada, esperando atenta como todos el final de este episodio, mientras Paty (en algún lugar de Lima, de Magdalena del Mar, del mundo) está fumando marihuana con alguien, o está descansando boca abajo en su casa, mirando por televisión “Live as we know It” o quizá ya le cortaron el cable.
- Vamos, Miguel...
- Sí, un segundo. Nada más quiero un descanso...
Junto a él, en una silla vecina, una niña de unos diez años soporta una endodoncia. Miguel se llena de valor. La practicante coge la jeringa y se la mete en la boca. Los músculos de la quijada de Miguel se tensan. Ella dice que se relaje. Masajea la quijada de Miguel mientras introduce aquella jeringa y por un segundo un chorro de anestesia sale disparado de su boca. La practicante hunde un poco más la jeringa adentro de su encía y cambia de dirección, buscando el nervio. Miguel siente que la anestesia sabe a cocaína, e intenta imaginar qué pensaba William Burroughs de las jeringas hipodérmicas: “ñam, ñam...”.
- ¿Ya?
Ahora la practicante saca un alfiler y lo guarda. Miguel se tapa la boca con las manos. Quiere aceptar la idea de que ella atravesará esa cosa varias veces en su boca hasta matar al nervio, y quiere pensar que no dolerá. No dolerá. No dolerá. Mira a la niña con cara de estar dispuesta a todo. Confianza. Él no tiene eso. Él piensa que ha desarrollado tolerancia y que no importa cuantas veces le inyecten anestesia, él lo sentirá todo.
¿Por qué a veces la vida es tan mierda?
Piensa en Paty. Miguel piensa en Paty, Miguel quiere decir: yo pienso en ella. Quiere mirar a la joven practicante a la cara y decirle: sácame de aquí. Tengo que buscar a Paty antes de que le corten el cable, o antes de que rompan la puerta a patadas y se lleven sus cosas. Antes de que los policías encuentren todos esos paquetes escondidos detrás del televisor de su sala. Paty es tan pobre, tan frágil.
- Nada más quiero un descanso...
La practicante mueve la cabeza de un lado a otro y mira el reloj.
- Esos alfileres, ¿por qué tiene que parecerse tanto a las banderillas que le clavan a los toros?
La practicante asiente con la cabeza y se ríe.
- Sí -dice-, son parecidos.
Luego se reincorpora. Se está acabando el tiempo y la silla baja eléctricamente hasta llegar a la altura del piso. La practicante acerca su silla con rueditas, coge uno ésos alfileres y se dispone a

25.
- Te dije que no subieras.
Mario ya estaba fumando. Estaban en el techo y de allí se veían otros techos. Todas eran casas pequeñas y las azoteas de éstas casas siempre decían muchas cosas. En el techo de la casa de Carolina, por ejemplo, se cuelga la ropa y está el perro. Las escaleras por donde se sube son unas escaleras caracol de metal, que ascienden del primer piso al techo.
- Ja, ja, ja. Sí.
- Y encima te ríes, ¿no? Eres de lo peor, Mario -lo tomó del cuelo y lo besó. Mario botó el humo de su cigarro por la nariz.
Luego le dijo:
- ¿Quieres?
- Estás loco, en cualquier momento llega alguien.
Tenían los pies en el último peldaño de la escalerita de metal.
- Tengo gotas, si quieres. Y también he traído un DVD de un concierto de Los Abuelos de la Nada.
- Chévere.
- ¿Sabes? -dijo Mario, pasándole saliva al borde de su cigarro de marihuana- Hay una canción en especial que hace que me acuerde de todo esto...
- ¿Cuál?
- No sé. Ya verás, hay que verlo.
Mario bajó las escaleras atraído por la luz de la computadora que había prendido en el segundo piso.
- ¿Cuál es tu cuarto?
- No sé. Apaga eso. Cuando fumas te pones tan tonto...
- OK, sorry... oye, ¿sabes dónde dejé mi mochila?
Carolina se alejó y se metió a su cuarto. Mario se apoyó en la mesa frente a la computadora. Sintió la luz gris del día entrar detrás suyo por el borde de la ventana y la escalera donde había estado fumando. Se imaginó a sí mismo en esa posición. Se sintió desnudo sin su barba y su pelo. Ya no era él. Pero era afortunado al estar allí. El precio era convertirse en otra persona.
- ¿Te sigo gustando sin pelo?
Carolina negó con la cabeza. Estaba de pié, detrás de una puerta.
- Te ves igual, sólo que sin pelo.
- Siento que me veo mal, ¿sabes? -Mario trató de verse en el reflejo de la computadora. Fue inútil. En todo caso sólo vio una sombra deforme.
- Te ves bien, de verdad.
Carolina sentía que Mario no era el mismo, tendría que acostumbrarse a aquel cambio. Abrió la puerta de su cuarto y le dijo:
- Mi cuarto.
Mario se puso de pié y avanzó.
- ¿Te he contado de aquel capítulo de American Spycho en el que Pat Bateman se come cruda a una mujer?
Carolina lo coge de la cintura y lo besa.
- ¿No vamos a escuchar el concierto de Los Abuelos de la Nada?
- Te pones tan tonto cuando fumas...
Carolina lo echó en la cama y lo abrazó.

24.
Leía American Psycho mientras avanzaba entre algunas personas en Breña. Una calle a la que le faltaban árboles y una pista que me recibía con hostilidad mientras leía uno de mis capítulo favoritos de American Psycho (un capítulo donde Pat Bateman come crudos los intestinos de una chica) mientras pensaba en Carolina.
Un par de niños me miraron con caras de interrogación, otra niña hablaba con un lenguaje de chismorreo y apenas logré escuchar: “...ésa carolina”. Por el reflejo de una de la ventanas vi la silueta de mi rostro. Me faltaba el pelo, todo mi abundante cabello y mi barba. Cuando toqué el timbre de lo que sería la casa de Carolina sentí un nudo en el estómago.
- ¡Hola!
- Qué tal.
Carolina abrió los ojos y me abrazó.
- Te ves lindo.
- Me veo horrible, estoy hecho un asco.
- No, no, no. Te ves igual, solo que sin pelo.
Una niña saludó a Carolina. Pasé a su casa, dejé el libro sobre uno de los sillones y miré el televisor. Estaba prendido en el canal de videos musicales nacional y pasaban una canción de Shakira.
- Estoy hecho un asco. No me mientas por compasión.
- Caray, te ves bien.
Carolina pensó: a estas alturas el físico es lo de menos.
Mario se puso de pié. El lugar era pequeño, los muebles eran pequeños, el televisor era grande. La habitación, pequeña. Había un chico vestido con un buzo grande, del que Mario se percató hasta que avanzó al comedor. El chico estaba sentado en un mueble detrás suyo, moviendo ambos pies al ritmo de la música.
Carolina cruzó miradas con Mario y luego con su hermano (el chico sentado en el sillón) que miró a Mario con cara de curiosidad y desconfianza gratuitas.
- César, vamos a ver una película. Así que... evacua.
César se puso de pié, hizo un sonido con los dientes, abrió la puerta y se fue.
- Mi hermano escucha “perreo”, ¿puedes creerlo?...
- No sabía que tuvieras un hermano.
- Y yo no sabía que tú tenías un chihuahua. Así que estamos a mano.
- ¿Qué vamos a ver? -pregunta Mario, después de un rato.
- ¿Quieres ver Ameliè?
Carolina saca de entre un montón de DVD´s piratas el disco de Ameliè y lo pone.
- Yo soy Ameliè -dice, después de un rato, cuando la película ha comenzado y ambos se han tomado de la mano, y por el televisor de su casa en Breña aparece París- y tú eres el chico rudo de las fotos...
La película siguió avanzando. Los besos fueron yendo y viniendo. Luego de un par de largos minutos sin decir nada, Mario se animó a decir:
- Carolina, aunque después lo niegue, yo te quiero...
- ¿Sabes? Yo siempre quise estudiar Historia del arte...
- ¿No hay nadie en tu casa?
La cabeza de Mario reposa en el regazo de Carolina. La película avanzaba.
- El francés es un idioma muy bello.
- ¿No hay nadie en tu casa?
Carolina miró a Mario a los ojos.
- No.
La película siguió avanzando por la televisión en frente suyo.
- Voy a ver que más hay por allá.
Mario subió corriendo por las escaleras.

domingo, setiembre 18, 2005

ya nadie me necesita

y es lo mejor

sábado, setiembre 17, 2005

Se acabó la temporada

No habrá más juegos. No habrá más bombas. Ya no andaré más. Ya no habrá más alegrías. Ya no nadaré. 67. Eso es diecisiete años después de los cincuenta. Diecisiete más de los que necesitaba o quería. Aburrido. Siempre he sido enojón. No hay alegría. Para nadie. 67. Te estás volviendo avaricioso. Actúa tu vejez. Relajate. Esto no va a doler.
Hunter S. Thompson, nota suicida

jueves, setiembre 15, 2005

in this times we still see miracles
el amor es la fuerza mas poderosa del universo. ni siquiera el tiempo, el nacimiento, la muerte pueden destruir los lazos de amor. la separacion fisica de los seres queridos es transitoria, la comunicacion siempre continua en otros niveles. aquellas personas que se conocieron y amaron se reencarnaran en el futuro. aunque no recuerden los sucesos de sus vidas pasadas se sentiran fuertemente atraidos el uno por el otro. en cada nueva reencarnacion el amor se profundiza y poco a poco va creciendo para ser menos egoista, mas desinteresado hasta que despues de muchas, muchas vidas
es
perfecto. ­
Karen L.

jueves, setiembre 08, 2005

23. In-vierno frío (devorador de animales)
Paty me dijo que buscara a un tipo llamado El Comandante que estaría sentado en la puerta de un callejón horrible cerca a su casa, en la parte que Magdalena cae frente al mar. Dijo que estaba bien, que si no conseguía marihuana comprara cualquier cosa, un falso, un pay, lo que sea. Porque estaba desesperada y no podía ir por allá. Así que juntamos unas monedas y caminé de su casa hasta donde vivía El Comandante.
Era invierno y algo nos dolía en lo más hondo en nuestro corazón, nos dolían los huesos y la angustia de fumarnos un troncho nos consumía.
- ¿Tú eres El Comandante?
Un tipo al que le falta un brazo asiente de manera distraía, sentado al borde de una puerta en un callejón horrible, tal como lo dijo Paty.
- Dame un paco.
Le extendí varias monedas. El Comandante negó con la cabeza.
- Tengo falsos y ligas...
- Bueno, dame un falso.
El Comandante miró las monedas. Tenía que hacerlo con una sola mano. Me empecé a poner tenso. Pensé en Paty. Por ella cruzaría el océano Pacífico si me lo pedía. Era una tarde gris y se iba a hacer larga.
- Aquí tienes. -Era un papelito cuadriculado. Adentro había un polvito blanco, medio cristalino, medio arenoso. Apenas tuve tiempo de darle un probada con los dedos cuando El Comandante me botó a patadas.
- Mierda... -se me había entumecido la lengua.
Me encontré con Paty en la esquina y ella me dijo:
- ¿Qué fue?
- Conseguí esto -le enseñé el falso.
- Bueno, algo es algo.
- Y ahora qué hacemos.
Miramos la tarde caerse por el malecón de Magdalena, cerca a la Virgen.
- Vamos a otra parte.
- Sería bueno comprar una cerveza, ¿no crees? -Estábamos unas cuantas cuadras más allá.
- ¿Tienes dinero?
- Tengo algo para irme después a mi casa.
- Pues yo ni eso.
Sus ojos brillantes, enormes. En aquella época (creo que sería el invierno del 2001 ó 2002, no lo recuerdo) Droguerto y yo parábamos con Paty. Al parecer, era una historia como cualquier otra, que se repetiría una y otra vez, como una constante.
Llegamos al parque de la Pera, pasamos por el puericultorio Pérez Aranibar como quien cumple una condena.
- Bueno, aquí estamos. -Cuando llegamos, las nubes se abrieron y nos molestó un sol brillante, que contrastaba con los árboles y el mar, y la cocaína que inhalamos parados frente a la fachada de una casa, atentos, paranoicos, esperando a que algo ocurra.
- No me siento muy bien -dijo Paty, cuando se echó sobre el pasto verde, después de haber inhalado, deseando con todas sus fuerzas un vaso con agua o cualquier cosa que nos hiciera pasar este sabor en las fosas nasales y en la garganta. Teníamos las ideas como la punta de una navaja en nuestro cerebro.
- ¿Tú me quieres, Paty, de verdad me quieres? -pensé.
- Por qué no viniste con Droguerto -me preguntó después de unos minutos (aunque pudieron haber sido horas) y lo peor de todo es que el sol no se iba, continuaba esperando algo encima de nosotros como un jodido problema.
- No me vengas con estupideces -le dije.
- Oye, ¿qué te pasa?
De pronto me encontré muy molesto. Quería a Paty y estaba enamorado de ella, y Droguerto (todo el mundo sabe que Droguerto siempre ha estado enamorado de ella, la Hilacha me lo dijo) y el asunto es que ambos, Paty y yo, estábamos echados boca arriba, casi abandonados a nuestra suerte, frente al mar de Lima.
- Paty -le dije- sólo quiero saber si esto es real, si esta mano que está aquí junto a la tuya significa algo, si no estamos en algún tipo de película desquiciada del siglo XXX...
- ¿Qué te pasa? Mario, me estás poniendo muy nerviosa.
Me acerqué donde ella y la empecé a besar. Al principio la cosa estaba realmente rara, porque ambos habíamos inhalado cocaína y no habíamos bebido ni tomado agua, y el beso fue una especie de saboreo narcótico, como si bañaran en cocaína la lengua de alguien. Y era difícil saber si nos estábamos besando porque ninguno de los dos sentía nada, y todavía quedaba la mitad del falso en mi mochila...
- Es verdad -me dijo, una vez que nos habíamos besado lo suficiente. No lo habíamos disfrutado, pero siquiera nos habíamos acostumbrado.
- ¿Qué cosa? -le pregunté.
Seguí muy tenso.
- Lo que estamos viviendo. No es parte de ninguna película...
Y en seguida, agregó:
- Sería muy aburrida.
- En esta ciudad todos andamos muy deprimidos -pensé-, la compañía humana se paga con horas muertas, con drogas, o con cualquier otra cosa...
Fumábamos en un pasaje cerca a mi casa. Éramos Paty, Droguerto y yo una tarde como cualquier otra, fumando marihuana ponzoñosa que me habían vendido hacía algunos días en Magdalena. Escuchábamos El salmón todo el día y nos sentíamos muy identificados con eso. Nos sentíamos especiales, como una nueva especie de marginal del fin del mundo, del siglo XXI. Unos jóvenes decadentes, sin obra, que escuchábamos canciones inéditas de Andrés Calamaro todo el día hasta convertirlo en un dios...
Supongo que hablaríamos de algo por el estilo. Droguerto y Paty se besaban, o eso creo, por lo que yo me debía sentir muy deprimido y sucio, y a lo mejor me sentía una mierda y me jodía terriblemente lo de ellos dos (pero eso no significaba nada, ni siquiera alejarme de ellos, porque no tenía a nadie más) fue cuando se detuvo esta camioneta Pathfinder en una de las salidas del pasaje, y los tres nos quedamos mudos, inmóviles. No sé si teníamos un wiro encendido, o si yo vi a alguien parado en una de las ventanas de alguno de ésos edificios, mirando la discusión apasionada que teníamos sobre alguno de los discos de El salmón, moviendo la cabeza de un lado a otro.
El caso es que no nos hicimos mucho problema y nos pusimos de pié y caminamos hasta otro pasaje. Ahí terminamos de fumar el wiro con tranquilidad y decidimos continuar nuestro camino de regreso a casa. No nos dimos cuenta entonces, o creo que incluso Droguerto lo propuso: si queremos despistarlos de verdad, regresemos por donde vinimos. Y pudimos así habernos librado de aquellos policías. Pero eso no se dio.
Nos dieron el alcance antes de llegar a la avenida. Nos pidieron nuestros documentos. Cuando revisaron nuestras cosas, antes de hacernos subir, nos encontraron marihuana. No era mucha marihuana, ni de muy buena calidad. Pero igual, nos olieron los dedos y nos culparon de posesión. Posesión es una buena palabra, pensé. Suena muy bien. Me arrestaron por posesión. Nunca lo había pensado, pero sonaba muy bien de verdad.
Cuando nos vimos sentados en aquellos asientos de cuero (tan cómodos) escuchamos con atención las voces distorsionadas de aquellos policías intercambiando códigos indescifrables junto a sonidos eléctricos como en un sueño. Nos hicieron firmar unos documentos y nos preguntaron si vivíamos con nuestros padres:
- ¿Viven con sus padres?
- Sí.
- ¿Y qué piensan ellos de lo que hacen?
- ¿De lo que hacemos?
- Sí, ¿qué van a hacer cuando se enteren?
- Ah, pues, supongo que se van a desilusionar mucho... -respondí.
Cuadraron en una esquina. No quedaba muy lejos de dónde nos habían levantado y estaba cerca a un pasaje. Empezaron a jugar aquel juego del policía bueno y el policía malo, que es como aquel juego del burro y la zanahoria sólo que sin burro y sin zanahoria. Uno fingió desconcertarse mientras el otro le hablaba a un policía por radio. El policía de la radio (al que llamaremos policía corrupto número tres) exigía 100 soles. Si no los teníamos, no había trato. Mientras, el policía número uno, que fingía ser un buen policía, se lamentaba de todo tapándose la cara con ambas manos, y yo lo veía por el espejo retrovisor muy confundido con esto de la honradez y el esmero y cumplimiento del deber y etc...
- ¿Cuánto tienen?
- Entre Paty, él y yo... -dije, contando el dinero entre mis manos- tenemos 27 soles...
Habían dos billetes de diez, una moneda de cinco, una de cincuenta céntimos, ocho monedas de diez, una de veinte, un Halls negro y una pava...
- Qué.
- 27 soles, maestro...
- No me llames maestro.
- Bueno, eso es todo lo que tenemos.
El policía número dos se puso a renegar. Habló con su amigo por la radio, con el policía corrupto número tres, y se pusieron a discutir.
- Tengo más dinero en mi casa.
Droguerto me miró confundido
- Era para comprar un libro -dije.
El policía número uno me miró a los ojos por el espejo retrovisor. La verdad es que yo estaba mucho más joven y más delgado en ésa época. Eran otros tiempos. Escuchaba El salmón, me vestía de negro y por lo general usaba anteojos de sol en pleno invierno.
- ¿Dices que tienes en tu casa?
- Sí.
- ¿Cuánto?
- Como 40 soles.
- Algo es algo, jefe... -dijo Droguerto.
- Está bien... pero no me llames feje, no soy tu jefe... jodido drogadicto.
- Oiga -le dije-, usamos marihuana por un asunto médico, ¿sabe?...
El policía número uno volteó y nos miró a los tres. Era un policía bueno, sin duda alguna.
- ¿Cómo es eso?
- Mire, yo soy esquizofrénico. Y maniaco depresivo...
- Muy bien, muy bien -interrumpí-. Mi casa no queda lejos. Puedo ir por ese pasaje que usted ve allí, y regresar aquí con el dinero en cinco minutos.
Ambos policías nos miraron sin creérselo del todo.
- Solo puedes ir tú -dijo el policía corrupto número dos, mirándome a los ojos-. Los demás van a quedarse aquí, esperándote.
- OK.
Me bajé de la Pathfinder y entré por el pasaje que me llevó a otro pasaje. No sé qué habrá pasado todo ese tiempo en la camioneta Pathfinder con los policías corruptos, y tampoco me lo imagino. El caso es que caminé y caminé, y vi el cielo gris de la tarde caer encima mío. Sin duda alguna, era una tarde normal para los demás. Era una tarde normal en mi casa, con la televisión encendida y aquel olor a gas. Cogí el dinero y volví en dirección contraria, hacia la Pathfinder. Antes de llegar allí, la idea de abandonar a mis amigos y huir con el dinero cruzó por mi cabeza un instante. También se cruzó una canción de Andrés Calamaro llamada “Revistas”, y antes de darle el encuentro a los policías me puse mis anteojos negros para el sol.
Uuuuuuuuuuuu
de Pierre Castro

a H.


Todos los días yo me levantaba a las ocho de la mañana cuando el despertador sonaba y ya no había nadie en casa. Luego arrastraba mis medias hasta la cocina, prendía la terma, cogía un plátano y me lo venía comiendo de regreso a mi cama donde dormía otra hora más. Lo del plátano lo había aprendido de H, el gran H, mi tío. Me dijo – Perro (así me llamaba él), es como si la digestión, el metabolismo… tú sabes, como si el plátano fuera activando las cosas desde adentro, sin angustia, cero shock. Lo probé por unos días y cuando le volví a ver le dije – Perro (yo también lo llamaba así), esto deberías patentarlo – le dije – me refiero a que no sólo funciona con el plátano sino con el pan o cualquier cosa por el estilo. Vencer la angustia del amanecer – le dije – probablemente esto sea mas grande que la penicilina o el teléfono móvil -. El dijo – captaste la idea muchacho – y me palmeó la espalda igual que cuando aprendí a contar chistes de burros y a bailar el rock, ambas también enseñanzas suyas que me ayudaron a sobrevivir en los duros tiempos de la escuela. Desde entonces no había podido dejar ni lo de los chistes, ni el rock, ni lo del plátano. Supongo que parece que me habían inculcado los hábitos de un orangután, pero la verdad es que sólo éramos dos chicos a los que no los volvía locos la idea de levantarse temprano.

Mi tía en cambio decía que para levantarse a las ocho sólo una verdadera cucaracha necesitaba un despertador. Yo no me veía a mi mismo como una cucaracha así que suponía que ella estaba equivocada y le decía – Tía, ¿sabes como se llama la tercera canción del disco Revolver de los Beatles? – Y ella decía que no sabía. Entonces yo le mostraba el disco indicándole la canción – “Sólo estoy durmiendo” – Y ella decía - ¿Cómo? – Y yo le decía – Ese es el nombre de la canción “Sólo estoy durmiendo” y por algo el Revolver no es uno de los discos más famosos de los Beatles tía, ¿Me comprendes? - Ella me miraba convencida de que en algún momento yo había tomado el rumbo equivocado y que definitivamente personas como H., su hermano menor, habían sido las culpables. Finalmente se iba por donde había venido. Supongo que en el fondo entendía algo.

Aquel día sin embargo cuando el despertador sonó yo ya estaba despierto. Sabía que aquel iba a ser un día diferente. Era una sensación que no llegaba a ser tan brutal como la de amanecer convertido en un insecto al igual que el pobre Gregor Samsa en La Metamorfosis, pero que era casi una idea, un olor, un jodido presentimiento, como el de Santiago Nassar sintiéndose por completo salpicado de cagada de pájaros la mañana del día en que lo iban a matar. No era que me fuesen a matar ni mucho menos. Me refiero a que en Lima por lo menos - ¿quién coño iba a tomarse la molestia de matar a un tipo como yo? -. Pero alguna pastrulada iba a suceder, de eso estaba seguro, porque eran las siete y media de la mañana y yo me había cagado en las enseñanzas del gran H. Olvidé el plátano, lancé la frazada lejos sintiendo como cada partícula de mi cuerpo me maldecía por hacerle semejante putada sólo por un poco de dinero.

Sentado sobre mi cama, cogía una cadenita dorada entre mis manos y me preguntaba cuánto podrían darme por eso. Era el único objeto de valor que había encontrado después de que yo mismo había dejado mi cuarto como si una tribu de rastas hubiese estado buscando en mis cajones la última porción de marihuana que quedaba en el mundo. Entonces me pareció, demonios, no sé como llegué a eso pero pensé o sentí que aquella escena era como uno de esos comerciales de prevención contra las drogas. El desorden, la falta de dinero, la cadenita. Y recordé que en esos comerciales, por lo menos en las que yo había visto, siempre pasaban cosas muy horribles y me puse paranoico. Así que justo antes de salir del cuarto, justo antes de salir me detuve frente al espejo y me dije – Tú no eres un pastrulo como Gonzalo. Además, es sólo una cadenita - y finalmente para darme ánimos prendí la radio y me puse a mover la cabeza mientras me vestía y cantaba aquella vieja canción de Instrucción Cívica:

él siempre dice
la paz ya pasó de moda
tu tu ru
dejemos que tiren la bomba
para ver que pasa
mmm

Cuando salí del cuarto ya ni mi tía ni Sandra estaban en casa. Mi familia se levanta absurdamente temprano porque sus centros de trabajo quedan en el jodido culo de Lima, en extremos diferentes. La casa por la mañana es un verdadero mercado y yo soy el único que no se entera de nada. Sandra, mi prima, trabaja en la sala de emergencias de un hospital. Fue la primera de su promoción y además es muy guapa pero le han dicho que lo primero que hará es levantarse muy temprano y venir a cortar tiritas de gasa y esparadrapo. A mi tía no le va mejor. Trabaja en esa farmacia donde los únicos productos que se venden son jeringas, condones y alguno que otro pañal para un niño cagón. Por alguna razón el dueño de la farmacia del infierno necesita que mi tía esté allí cuando no se han levantado ni los perros.

Cuando se fueron descubrí que mi hermana era la única que quedaba en casa.

- Cynthia – grité. Alzaba la voz porque supuse que estaba durmiendo. –
- ¿Quéeeeee? - respondió. Ya se había levantado y estaba en el baño lavándose las manos. Le gusta mucho lavarse las manos y le da muchas vueltas al jabón hasta que sale un montón de espuma.
- ¿Sabes cuánto puede valer una cadena de oro? – pregunté. Podía escuchar el chorro de agua cayendo sobre sus manos y el jabón girando entre ellas. Nunca paraba.
- ¿Por qué? – preguntó – ¿Acaso vas a comenzar a vender tus cosas? – dijo y lo que en realidad estaba diciendo era “todos ustedes, malditos escritores y drogadictos (para ella ambas palabras venían siendo una especie de sinónimos) tarde o temprano empiezan a vender sus cosas”.
- Sólo una cadenita – dije – ¿sabes cuánto me pueden dar por ella?
- Pues no sé. Pero seguro que no es mucho.
- ¿Cuánto es eso? – pregunté - ¿Me alcanzará para un sándwich?
Se asomó a mi cuarto con las manos todas llenas de espuma. Era verdaderamente espeluznante. - ¿Vas a cambiar una cadena de oro por un sándwich? – preguntó.
- Entonces estás diciendo que vale más que un sándwich – le dije
- Pues claro que vale más que un sándwich, salvaje.
- Entonces no deberías haber dicho que no tenías ni idea – dije
- Bestia - dijo y se fue a seguir lavándose las manos por otro par de minutos.


Mi estómago era como un balde vacío y mientras el ómnibus avanzaba por la ciudad yo iba pensando en lo primero que haría al tener el dinero de la cadena. ¿Cuánto podría ser? Cincuenta, talvez cuarenta soles. Aceptaría veinte. Compraría uno de esos enrollados árabes de carne de cordero y me iría a trabajar. El ómnibus avanzaba rápido pero aún estábamos lejos de Miraflores. Atravesábamos Surco Viejo. No hacía más de una semana que había pasado por allí y había visto a un perro escarbando en la basura. Aquel día pensé “los perros están comiendo vidrio” y luego escribí algo con esa frase y me dije “soy un farsante, yo sé que ese perro no está comiendo vidrios” pero luego pensé “la poesía de algún modo vuelve la mierda menos patética” y terminé el poema. Ahora también había un perro escarbando en la basura pero no sentí que estuviese comiendo vidrio ni mucho menos. En la radio sonaba una canción de los ochentas. Recordaba a H. Toda la música de los ochentas me hacía recordar a H. Men at work, Dire Straits. Pegué la cabeza a la ventana. Money for nothing and the chicks for free. En algún momento había cambiado todo. A H ya no lo veíamos más por casa y yo tenía que vender una cadena para desayunar.

Ahora el ómnibus avanzaba por Av. Larco. Cuando uno escucha música todo el día la ciudad termina pareciéndose a las canciones, días enteros parecidos a una canción. Av. Larco de Frágil. Pensé – El Perú en los años ochenta. Yo era muy niño. Soda Stereo, Los Prisioneros, Charly. - Bajo en Shell por favor – le dije al cobrador. El sol brillaba sobre Miraflores. Todos esos jardines y esos cubos de granito donde la gente se sentaba. La gente parecía siempre más feliz en Miraflores. Llevaba la cadenita en el bolsillo de la casaca. La apretaba con los dedos. ¿Cuánto podrían darme por esta cosa? Era importante no dejarse timar. Tengo cara de bueno – pensaba - pero mi cadena vale algo. Lo sé. No jueguen con Carlito’s Way. Observen mis lentes amarillos. Toquen mi cabello hasta los pies.

Por fin llegué al gran edificio azul. De noche era una discoteca gay y de día la gente vendía y compraba oro. Supongo que no son negocios parecidos pero por lo menos no era como esa iglesia del centro que terminó convertida en un cine porno. Había entrado un par de veces a sacar a Karen del Downtown. Ese era el nombre que tenía el lugar por las noches. No era como que cualquiera te pudiese agarrar el culo. Supongo que era como una discoteca cualquiera a excepción de que habían chicos besando a otros chicos y chicas besando a otras chicas y luego como a las dos de la mañana subían a una especie de escenario unos tipos en bikini con unas margaritas de plástico gigantes y bailaban canciones de Rafaela Carrá y cosas por el estilo. De día sin embargo era un centro comercial abandonado. Cuando entré me di cuenta que sólo uno de los puestos estaba abierto. Un chico de unos dieciocho años con pinta amable me interceptó en la puerta de su negocio. – ¿Quieres vender algo choche? – me preguntó.

- Tengo esta cadena – le dije. No quería mostrársela tan rápido pero cuando me di cuenta ya se la había dado.
- Déjame ver – dijo y comenzó a moverla entre sus dedos.

No regatearía. La verdad no me importaba nada la cadena. Ni siquiera recordaba como había llegado a mi. Tomaría el dinero y atravesaría el parque hasta aquel lugar árabe. Compraría alguna cosa que tuviese cordero y me sentaría a tragar. Luego si sobraba algo cogería un taxi hasta la revista. Tenía que terminar la estúpida crónica de las prostitutas de Río. Cada día le decía a mi editor – Ya tengo doscientas palabras – Voy por las cuatrocientas – Mañana lo tienes en tu escritorio – Ésta es la mejor crónica sobre prostitutas alguna vez escrita – o bien – ¡No me presiones!. Pero la verdad era que sólo tenía un archivo de word de dos kbytes y una frase que decía “Nunca pensé terminar escribiendo cartas de amor para prostitutas…”. Allí acababa mi crónica. Era todo lo que tenía. Ni siquiera podía quejarme porque yo había escogido el tema. Mi editor me había dicho – Ya sé que estás cansado de toda esta mierda política – Exacto – le dije. – Definitivamente lo tuyo no es la política – decía – Ni andar metiendo las narices en la mierda ajena -. Nunca nadie me había entendido mejor. – Pero bueno – dijo – Ya sabes que la revista anda mal. Todos sabemos que la revista está muy mal. No podemos continuar pagándote sólo por traer tu culo hasta acá cada día, por mas puntualmente que lo hagas. – Comprendo – le dije. – Debe haber algo sobre lo que quieras escribir – propuso. Y yo le dije – He vivido en Brasil unos años. Tengo algunas historias. – Te escucho – me dijo. – Pues verá. Allá también hay algunos clubes nocturnos como acá. – y luego agregué - Sólo que en los de allá hay una chica y un chico que lo hacen delante de uno – ¿Hacen qué? – preguntó. Era molesto tener que explicar todo. – Ya sabe, simplemente ellos lo hacen, ahí delante de todos - ¿Ah? – Pues si – dije - y a veces también entre chicas. - ¿Entre chicas? – preguntó. Ya lo tenía salivando. - Ajá – dije – Luego pareció como reaccionar - ¿Y tu ibas a esos clubes? – preguntó. - Todo el tiempo – dije y la verdad era que la única vez que había pisado el lugar estaba demasiado borracho como para enterarme si un par de gorilas se hubiesen puesto cachondos en mis narices. - ¿Y que más pasaba? – preguntó. Estaba como loco. – Pues a veces las chicas se subían a las mesas y bailaban sobre la botella de cerveza, le ponían a uno las nalgas en la cara – (esto ya me lo estaba inventando aunque con seguridad era cierto, con mucha seguridad) – ¿Ah sí? – preguntó emocionado. Ya lo tenía reservando un pasaje para Río. – Claro – dije – Sé lo que le digo, yo iba todo el tiempo. – Cuéntame más – decía. Entonces fue que recordé lo de las cartas y también se lo conté. – De día yo trabajaba en un cybercafé – le dije. Esta era la parte verdadera - ¿Y eso que tiene que ver con las prostitutas? – preguntó un poco desilusionado. – Pues ya sabe, ellas también necesitan usar el internet – le dije – y yo las ayudaba. - ¿Y para qué necesitaban tu ayuda? – Cartas - ¿Cartas? – preguntó - Si. Cartas de amor. - ¿De amor? – Bueno, algo así. Le escribían cartas a los turistas que alguna vez habían estado con ellas y que habían vuelto a sus países. Finlandia, Francia, Inglaterra, todo eso. - ¿Y para qué? – Pues algunas para pedirles dinero, otras para decirles que vuelvan pronto – ¿Y a eso llamas tú una carta de amor? – Pues ya ve, al principio sólo me había limitado a traducir sus cartas al inglés pero luego decidieron pedirme consejos sobre el contenido y comenzamos a redactarlas como cartas de amor. - ¿Ah? – Terminamos escribiendo verdaderos poemas. Literatura de la buena jefe. – ¿No me dirás que te pagaban con besitos? – ¿Cómo cree? Eran verdaderas profesionales – ¿Y estaban buenas? – preguntó. – Pues ya sabe, es como ir a comprar alfombras a Persia. Lo mejor de lo mejor. - ¿Y no te ponías nervioso? – Sólo cuando me cogían las piernas - ¿Te cogían las piernas? – Si, pero allá todo el mundo anda tocándose todo. – Te saldrían unos poemas bárbaros – Sade se me queda corto – dije. – Pues ahorita mismo te pones a escribirme todo lo que me estás contando – dijo. Luego se paró y se fue. Presiento que iba al baño. Antes de cerrar la puerta volteó y me guiñó un ojo – Dos mil palabras para el viernes -

- Esta cadena no vale un carajo – dijo por fin el muchacho estirando el objeto dorado hacia mi.
- ¿Disculpa?
- No sirve, es fantasía
- Pero ahí dice catorce quilates – dije. Había visto claramente las letras en el broche de la cadena. 14 K.
- Catorce quilates de pura mierda – dijo el muchacho. - ¿Ves estas iniciales aquí?
- Las he visto mil veces – dije - dicen 14 K
- 14 K GF
- ¿Y eso que coño significa? – pregunté
- Golfi
- ¿Qué?
- Oro golfi, fantasía, imitación, porquería. – dijo.
Podía sentir mi estómago haciendo un ruido enorme e invadiendo las galerías vacías. Cogí la cadena y examiné las iniciales. Nunca había escuchado de una mierda parecida. Oro golfi. Era lo más horrible que podía haber escuchado. La propia palabra me sonaba falsa. El muchacho me observaba con la cadena en la mano.

- Da lo mismo - le dije por fin - ¿Cuánto me das por esto?
- Te puedo dar cinco soles.
- Los acepto – dije y se la extendí.

El muchacho cogió la cadena entre sus manos y la volvió a examinar. Entonces puso cara de desánimo.

- ¿Ahora qué sucede? – le pregunté.
- La verdad es que no voy a poder venderla ni en cinco soles. - dijo
- ¿Cómo? – ya me estaba volviendo loco
- Mejor regálasela a tu enamorada – dijo.
- No tengo enamorada
- Vaya
- Estoy muy cagado- dije
- Es muy horrible
- Si, las cosas son muy horribles.
- Pero tendrás alguna amiga. Tendrás madre por lo menos.


Cogí la cadena y me largué del lugar. Miraflores no lucía igual. En “La casita” la gente se embutía sándwiches de pollo y tomaba chicha morada. Más allá los niños, los horribles niños, se trepaban a la resbalosa y gritaban salvajemente. Los carros tocaban el claxon. Crucé Larco y agarré la primera combi que iba para mi trabajo. En algún taller mecánico le habían arrancado todos los asientos y al colocarlos nuevamente habían metido una hilera más. Íbamos en posición fetal con las piernas acalambradas. La gente a veces podía ser tan cruel. Avanzábamos por Pardo. Dos filas de árboles al centro de la pista. Lima nunca es horrible cuando uno está por Pardo. Pero el hambre. Una señora gorda estaba sentada justo delante de mi. El hambre no me dejaba pensar. - Un viejo cuento limeño muy famoso sucede en esta avenida - recordé. Una gran pelea entre dos sujetos. Alberto y el Cholo Gálvez. Las patadas y puñetazos comenzaban en las primeras cuadras y terminaban en las últimas ya casi llegando al malecón. Una gran pelea. La combi avanzaba por Pardo y yo iba imaginando la turba mientras miraba por la ventana. Ambas bandas formaban un cuadrilátero móvil alrededor de sus líderes. - ¡Vamos Cholo, éntrale ! El Cholo era grande y recio. – De lejos, de lejos – ¡Sácale la mierda Alberto!. No era la pelea de Alberto. Estaba defendiendo a alguien. La brisa del mar se metía a la combi. El hambre. Al llegar al último óvalo de Pardo la combi entró por Santa Cruz. ¿Cómo se llamaba el cuento, maldita sea?. El cobrador dejó de gritar su ruta por la ventana y metió la cabeza al carro. Estaba despeinado – Choche, donde bajas – me preguntó. Ahora avanzábamos mucho más rápido. Las avenidas de San Isidro eran menos transitadas. – Pershing - dije y metí las manos a los bolsillos, apreté la cadenita. Cada vez que decía Pershing recordaba el cartel de Maidenform. Era lo único que me venía a la mente y era lo único que le venía a la mente a todos los limeños cuando alguien decía Pershing. Fue la mujer más sexy que apareció en calzones alguna vez en las calles de Lima. Al final resultó que ella no había autorizado que la fotografía apareciese en exteriores. Ahora sólo quedaba el cartel metálico vacío y Pershing era una de las calles más tristes de Lima. Desde una cuadra antes vi una de las esquinas del cartel vacío – Bajo – dije mientras me trasladaba a un asiento cercano a la puerta. – Pasaje – dijo el cobrador. No tenía pasaje. No tenía ni un puto cobre en el bolsillo. - ¡Vamos Cholo, éntrale ! ¡Sácale la mierda! El cobrador debía ser idéntico al Cholo Gálvez – pensé. El cuento era de Ribeyro. Sí, pensé, de Ribeyro. Pero cómo mierda se llamaba - Choche – le dije - acabo de darme cuenta que se me ha caído la billetera – ¿Qué? – dijo. Comencé a sudar. El Cholo era grande y estaba muy despeinado de tanto asomarse por la ventana. - ¿Qué dices flaco? – Tenía una cara horrible - ¿Dices que no traes plata? – Oe – dijo gritándole al chofer por encima de mi cabeza – dice que no trae plata. El chofer se alteró – Se me ha caído la billetera –. La gente me miraba. Estaba blanco. Iba a vomitar. – Mira, lo siento mucho, te puedo dar esto – dije – Te puedo dar esto. No supe como pero ya tenía la cadenita sobre la palma de mi mano sudorosa. No había sido mi intención. Me temblaban las piernas. Se lo puse delante de la ñata. - ¿Qué es esto? – la cogió como si nunca hubiese visto algo dorado en su vida y luego se la pasó al chofer que casi se estrella por agarrarla. Toda la gente estaba pendiente del asunto. – Esta mierda es golfi – dijo por fin el chofer y se la devolvió al Cholo. No podía creer que alguien más supiese que existía la palabra golfi – Yo me la quedo - dijo el Cholo - se la puedo dar a la Fanny –. La señora gorda le arranchó la cadena de las manos y la puso nuevamente sobre la mía. – No seas abusivo – le dijo – Se le ha caído la billetera ¿no ves?. El Cholo estaba más despeinado que nunca - ¿Qué le sucede señora? ¿No ve que el me la ha dado? – La señora gorda hizo un puño con mi mano encerrándola entre las suyas. Sentía la cadena entre mis dedos y sus dedos muy blanditos apretando los míos. Toda la gente estaba mirando – Yo te pago el pasaje hijito – era una señora en verdad muy amable. Yo y mi maldita cara de bueno. Que Carlito’s Way ni que huevada - dale esa cadenita a tu enamorada – dijo. Casi se la estrello la cara. El Cholo no lo podía creer. Yo no lo podía creer. – Me bajo – le dije. La señora gorda había sacado un sol de su billetera y se lo ponía al Cholo entre las manos. – Ábrele la puerta - le dijo. Molesto se veía aún más horrible. Cuando estuve abajo le hice adiós a ambos con la mano. La señora también me hizo adiós. El Cholo me hizo un gesto con el dedo.

Crucé la pista y caminé hacia la revista. La sala de redacción quedaba en un tercer piso desde donde podía verse esa horrible réplica de la estatua de la libertad que identificaba aquel antiguo casino llamado New York. Podían haber mandado a derribar esa mierda en vez del cartel de la chica en calzones. Estaba muerto de hambre y ahora tendría que enfrentar de nuevo a mi editor. – Dame hasta las seis de la tarde – esperaba que con eso le bastase - Necesito sólo unas horas más para terminar la crónica. – Toqué el timbre. Sentí como alguien me observaba por la cámara del intercomunicador. Por fin abrieron la reja desde arriba. Subí las escaleras a toda prisa. Esos escalones tan cortitos. Alguien acabaría sacándose la mierda algún día. No saludaría a nadie. Iría hasta mi máquina, terminaría la crónica. Olvidaría el hambre. Dejaría de andar jodiéndole la vida a la fotógrafa de los ojos verdes. Todo ese maldito rollo suyo de Tim Burton y su polo verde con la frase Very Kissable en letras rosadas. ¿Y al fin de todo qué quedaba? Ni una puta línea de mi crónica. Me refiero a que en verdad me gustaba pero ella tenía novio y eso de la camiseta Very Kissable era publicidad engañosa de la más baja calaña. Conectaría mis audífonos a la máquina y el resto del mundo se podía joder. Terminaría esa crónica el día de hoy aunque el mundo entero estuviese formando fila para chupármela.

Antes de dar el segundo paso en la sala de redacción vi que estaban todos allí reunidos en círculo. – Te estábamos esperando – dijo alguien - coge una silla. Estaban absolutamente todos. Supuse que no era una reunión por lo de mi crónica porque Bruno estaba allí y JC y C y K y la otra C y además porque los fotógrafos y la chica de los ojos verdes también estaban allí y hasta la secretaria estaba allí y mi jefe estaba siendo demasiado amable conmigo como para que las cosas estuviesen bien. Era la primera vez en días que me saludaba sin preguntarme por la crónica de las prostitutas. – Las cosas no han estado yendo bien – dijo por fin y se rascó la ceja – Cogí una silla cerca de la chica de los ojos verdes que ahora llevaba una camiseta naranja y unas all star marrones. Fue gracioso como al cabrón no le tomó más de tres frases ponernos en la calle – No ha sido culpa de ustedes – decía – ya saben, la revista era buen material – Lo decía todo sin mirar fijamente a nadie. La gente tenía las barbillas pegadas al pecho y arrancaban papeles o hilos de alfombra dependiendo que era lo que tuviesen cerca. – La revista no sale más – dijo por fin –. Hubo silencio y luego algunas risas nerviosas. Very kissable tenía los ojos un poco rojos y yo pensaba – Ahora ya no tendré que escribir esa horrible crónica de las prostitutas ni tampoco tendré que ver tus ojos verdes y escucharte hablar del joven manos de tijera – Estuve triste al pensarlo pero casi instantáneamente me puse feliz de una manera extraña. Y luego me di cuenta de que casi todos estaban felices de la misma extraña manera que yo. Sabíamos que no era como que hubiesen largado a alguien. Nos habían largado a todos. Estábamos en la calle nuevamente pero éramos un grupo demasiado grande y bueno como para que las cosas estuviesen mal. Al menos eso creíamos. - Nada mejor que estar en la calle - pensé.

La reunión terminó. Teníamos hasta mañana para llevarnos nuestras cosas que eran casi nada salvo por esos pequeños cerdos alados de cartón que todo el mundo tenía sobre el monitor de la computadora. C había aparecido con uno y luego todo el mundo dijo que tambíén quería un chancho alado y mandamos a pedirlos. Los hacía una amiga de C. Chanchos alados. Coño, eso era lo único que faltaba. – Pásame esa hoja – dijo JC y como yo que era quien estaba más cerca a la impresora la cogí. – Es un currículum – dije – Este salvaje ya está imprimiendo curriculums – Hubo risas y luego todos corrieron a sus máquinas y se pusieron a imprimir curriculums. Era una idea inteligente. La impresora no paraba de botar todas esas historias laborales. Me senté frente a mi máquina. Abrí mi currículum y me pareció la cosa más horrible que alguna vez había leído. ¿En qué huevadas había gastado mi vida? Luego abrí uno de mis poemas y me pareció un poco menos asqueroso que mi currículum. Lo mandé a imprimir – ¿De quién es esto? – preguntó alguien sacando un papel de la máquina. – “Los perros están comiendo vidrio” – lo iba diciendo en voz alta - “los pájaros tienen cara de ir a matar a alguien” -. - Malditos pájaros sicarios – gritó M y todos se ríeron. Arranché la hoja de sus manos y entonces sentí que talvez mi poesía era tan estúpida como mi currículum. Estuve sentado frente a la pantalla del google un buen rato sin hacer nada viendo como todos recogían sus papeles de la impresora y guardaban sus chanchos en la mochila. Por fin escribí “Ribeyro, Cholo Gálvez”. Era increíble como esos buscadores podían ayudarle a uno a encontrar un fabricante de bombas atómicas si de veras lo necesitabas. Julio Ramón Ribeyro - El próximo mes me nivelo. Ese era el maldito nombre. ¿En qué rayos habría estado pensando Ribeyro para ponerle aquel nombre al cuento. Era la pastrulada mayor que alguna vez había oído. La frase no tenía absolutamente nada que ver con el noventa y nueve por ciento del cuento. De hecho era una de las cinco líneas finales. Alberto le había ganado la pelea al Cholo Gálvez pero había recibido unas buenas patadas en el estómago. Algo dentro suyo estaba roto. Eso había puesto Ribeyro “Algo dentro suyo estaba roto”. Y luego continuaba. Cuando llegó a casa se arrastró hasta su cama. Intentó coger la jarra de agua sobre la mesa de noche pero sólo alcanzó la libreta de notas donde hacía sus cuentas. “Algo dijo su mamá desde la otra habitación, algo sobre la comida y el horno. – Sí – murmuró Alberto sin soltar la libreta – Si, el próximo mes me nivelo” – Era definitivamente una de las mayores pastruladas de la literatura peruana.

Cogí mis cosas y las metí a mi mochila. La gente ya había comenzado a irse. Algunos estaban cogiendo los correos electrónicos y teléfonos del resto. Supongo que yo no era el único loco por alguien. Me comencé a deprimir nuevamente. El hambre había vuelto. – Haremos una fiesta – dije – Una gran fiesta en mi casa. – pero ya todos se estaban yendo. Luego me acerqué a very kissable y la abracé muy fuerte – Adiós – le dije apretándola. Inmediatamente salí del lugar y supe que no la iba a volver a ver nunca más.

Entonces comencé a caminar. Pensé en la sensación de la mañana y dije – bueno, ya pasó, la bomba cayó y he sobrevivido -. Era invierno y aquella estatua de la libertad continuaba allí cuando crucé la avenida. Miraba hacia el suelo. Estaba seguro que podría encontrar alguna moneda si prestaba mucha atención. Crucé la avenida Javier Prado, Salavarry, Pezet, Pardo, toda la ruta que había hecho de ida en combi. Me parecía casi injusto que no hubiese ni una sola moneda en el suelo. Buscaba en las cabinas telefónicas. Esas máquinas de mierda se han tragado casi un sueldo entero durante toda mi vida. Ahora debían devolverme algo. Mi idea de que nada podía ser tan horrible si uno iba caminando por Pardo ahora me sonaba estúpida. El hambre podía cambiarlo todo como un mal olor en un lugar acogedor. Ya casi estaba en Miraflores. Pude distinguir solo a dos cuadras de distancia aquel ridículo león de metal y la pileta donde Pardo se unía con Larco. El cine Pacífico ya casi estaba a mi derecha. Un tipo delgado y despeinado venía caminando en sentido contrario y movía la cabeza de un lado a otro como si quisiese reconocerme. La luz del sol se colaba entre los enormes árboles y era difícil distinguirnos. La luz solar. Avanzaba lentamente. – ¡Perro! – gritó por fin el sujeto. Los árboles. El cine Pacífico. Miraflores. Era H. El gran H, mi tío. Llevaba unos blue jeans muy viejos y unos lentes oscuros para el sol. Su cabello estaba de un color raro como si se le hubiese incendiado y tenía la piel mas oscura que antes con la textura del pellejo de las lagartijas. No parecía estar yendo a algún lugar – ¿Qué carajo haces por acá? – preguntó. – Lo mismo que tú – le dije – ni mierda. - Se río. - Me acabo de quedar sin empleo y sólo caminaba. - agregué – ¿Y la revista? - Murió - ¿Murió? – Se fue al tacho – No jodas - Nos quedamos callados un momento. - ¿Cómo está tu hermana? – Muy bien mientras tenga un jabón cerca – dije y él se volvió a reír. - No lo veía casi desde hacía un año pero las cosas seguían básicamente igual – ¿Tu tía? – En la farmacia. - ¿Sandra? - Cortando gasa y esparadrapos. Oye ¿dónde rayos has estado? – le pregunté por fin – Hace meses que no sabemos nada de ti – Por ahí – dijo. Eso fue todo lo que dijo aquel día acerca de su paradero. Volvimos a quedarnos callados y mirábamos los árboles como si esperásemos que una paloma se cagase sobre nosotros o que un avión se viniese abajo desde el cielo. Después de un rato yo me animé a decir algo - Justo aquí donde estamos parados… – le dije – Justo aquí… - iba a contarle el cuento de Ribeyro pero al instante no me pareció coherente. Me desanimé – Vamos por ahí – le dije – y nos fuimos por Larco y luego al parque. Pensé - Es realmente horrible que un parque de Lima se llame Parque Kennedy. Podría apostar que en ningún lugar de los Estados Unidos. hay siquiera una plazoleta con el nombre de un inca. Cuando menos a nadie se le había ocurrido poner otra estatua de la libertad aquí.

- ¿Te acuerdas de los ochentas? – pregunté una vez que estuvimos sentados en una banca.
- Uuuuuuuuuuuuuu – dijo H. prolongando la U un buen rato como si los ochentas hubiesen sido veinte años atrás y sólo entonces me di cuenta que de hecho los ochentas habían sido veinte años atrás.
- Me gustaba mucho esa época – dije – Nos la pasábamos bien
- Perro, tú en esa época eras un cachorro – dijo – se podría decir que casi ni existías.
- Aún así, lo recuerdo todo. ACDC. Ese video de los Twisted Sisters donde salían maquillados y con esas horribles pelucas y se ponían a destruir una casa. El departamento en Trujillo, los paseos de los dos por la ciudad.
- Fue lo mejor
- El colegio donde yo estudié la primaria quedaba cerca de tu instituto y siempre te dabas una vuelta. Un día viniste y yo había comprado un pez y lo tenía allí en una bolsa plástica.
- ¿El pez plomo?
- Afuera del colegio los vendían y yo era muy pequeño para distinguir entre un goldfish y la cría de un atún. Realmente estaba emocionado con mi pez. Creo que ni me daba cuenta que era de esos que mi mamá cocinaba.
- Lo descubriste por la tarde cuando el pez se catapultó fuera de la batea donde lo habías dejado.
- Y lo confirmé cuando lo regresé a la tina y la cubrí con la tapa de la panera y el desgraciado se puso a darle de cabezazos.
- Coño
- Lo recuerdo todo – dije - recuerdo tu maldita obsesión con los Hombres G. Probablemente es tu culpa que ahora me gusten a mi todas esas cagadas.
- Jajaja
- Además tú me enseñaste a bailar – le dije – con esa canción de Charly
- ¿Cuál?
- Estoy verdeeeee. No meeee dejan salir. – canté - Ese día que estábamos bailando en la sala también estaba Tito. ¿Qué fue de él?
- Se murió
- ¿En serio?
- Sí - dijo – Cuéntame de qué más te acuerdas.
- De Los Abuelos de la nada, de los Rolling Stones
- Creo que ellos son más antiguos – dijo
- Sí, pero en esa época los oíamos mucho. Tú sobre todo ponías esa canción Angie cincuenta veces seguidas.
- ¿En serio?
- Si. Lo recuerdo porque tenía cuatro o cinco años y creo que fue la primera vez en mi vida que sentí una pena honda y auténtica.
- Mierda. Te cagué la vida.
- También se escuchaba mucho The Police
- Claro – dijo H. - y The Cure
- Indochina
- Te hablo de The Police y The Cure y me sueltas Indochina. No seas loco
- Los Guns ’n’ Roses – dije y el dijo
- ¡Los Thundercats!
- No me jodas. Creí que estábamos con la música –
- Los Thundercats eran rock puro – dijo – tenían unas melenas bárbaras y todos esos palos que agitaban y siempre parecía que estaban muy encabronados con alguien.
- Nunca lo había visto así. Debe ser porque eran gatos ¿no? Los gatos nunca andan muy animados.
- Al que no toleraba era a ese viejo Yaga - dijo
- ¿A que te refieres?
- Coño, me refiero a que cada vez que hablaba con los Thundercats desde el más allá les daba no más de un minuto y luego se desvanecía dejándolos con miles de preguntas.
- Sí es verdad
- A lo que me refiero es - ¿Por qué tanto apuro? ¿Qué coño estaría esperándole en “el más allá”? Era un jodido gato muerto.
- Tienes razón dije. - Se había emocionado con lo de los Thundercats.
- ¿Y qué me dices de ese tal Munra? – continuó. No había quien lo parase – El sujeto andaba arrastrando todas esas vendas como un pordiosero y de pronto se metía a su sarcófago y salía mas duro que un burro. ¿Qué coño podría tener en ese maldito sarcófago para ponerse así?
Me reí. Metí las manos a los bolsillos y sentí nuevamente los fríos eslabones de la cadenita.
- ¡La cadenita! – dije y fue casi como un grito -
- ¿Qué cadenita?
- Ya me acordé
- ¿Qué cosa?
- ¡Es de una de ellas!
- ¿De quién? – H. parecía realmente desconcertado
- De las prostitutas
- ¿De que hablas coño?- preguntó
- Esta cadenita – dije sacándola del bolsillo – Me la regaló una prostituta
- ¿Andas con prostitutas?
- No seas loco
- ¿Entonces?
- Simplemente me la regaló. La había ayudado con algo
- ¿Con qué?
- Olvídalo – le dije – No tiene importancia
- ¿Seguro?
- Si. – dije y luego me cogí la cabeza - Rayos como lo había olvidado.
Puse la cadenita delante de mis narices e hice un péndulo. No podía recordar cuál de ellas me la había dado. En realidad nunca lo había sabido. Por lo general ellas metían dinero a mi bolsillo mientras yo tipeaba sus cartas. Aquella vez cuando encontré la cadenita me emocioné y la guardé en una caja. La había tenido guardada ya un par de años.

- ¿Cuánto crees que me darían por ella? - dije finalmente
- A verla – dijo y yo se la pasé
- Es de oro golfi – le advertí
- ¿Y eso qué coño es?
- Fantasía, imitación.
- Calculo que diez, quince soles – dijo
- Antes me ofrecieron cinco
- Bueno, cinco está bien.
- Pero luego me dijo que no me podía dar ni cinco
- Menos de cinco ya es pendejada
- Vamos entonces a venderla - le dije
- ¿Y qué vas a hacer con la plata?
- Tenemos que darle un buen uso – le dije – ya sabes, supongo que ella querría que le dé un buen uso.
- ¿Cómo qué?
- No sé, tengo hambre
- Yo también - dijo
- Podemos comprarnos un sandwich
- ¿Un sandwich? - preguntó
- Claro, y luego nos lo comemos.
Me quedó mirando con una cara extraña.
- Vamos perro – dijo y nos fuimos caminando por las calles de Miraflores

miércoles, setiembre 07, 2005

aquí

entonces me di cuenta
que mi vida no vale nada
que no importa lo que me pase
somos demasiados aquí
y yo apenas
todo lo que escribo

lunes, setiembre 05, 2005

22.
- ¿Qué es todo esto?
Carolina mira asustada el interior de una bolsa negra de basura, saca una cosa verde llena de cables y se la enseña a Mario, él no le presta atención y sigue tendiendo su cama haciendo olas con las sábanas en el aire.
- Los restos de mi computadora.
- ¿Y qué le pasó? ¿La tiraste por la ventana o qué?
- No, digamos que tuvimos una discusión.
Carolina se pone de pié y sostiene el otro extremo de la sábana.
- ¿Qué es esto? -pregunta, señalando unas manchitas negras como gotas de sangre. Luego encuentran más, algunas en el edredón (ahí sí parecen manchas de sangre de verdad, porque el edredón es por un lado azul marino y por el otro es blanco como la nieve) y el ambiente se tensa, la cama parece el escenario de un crimen.
- ¿Por qué no me lo dijiste? -piensa Mario, otra vez, cuando están tendiendo la cama y deciden tapar por el momento las gotas de sangre con revistas y periódicos. La tarea no resulta difícil cuando la cama está tendida y ambos pueden disimular. De todos modos, Mario dormirá cubierto de sangre esta noche.
- ¿Cómo no nos dimos cuenta?
Carolina se deja caer en una silla y oculta lo más que puede su rostro. Mira las pepas de marihuana junto a la mesa. En su interior siente un nudo que le impide expresar lo que siente. Se limita a pensar palabras en gerundio como: andando, patinando, conversando, amortiguando...
Después de un rato, nadie quiere pensar en nada y el cuarto parece un poco más ordenado. Mario menciona aquello del orden dentro del desorden. Porque cada cosa tiene un orden, hasta el desorden. Y luego se queda callado.
- ¿Quieres saber qué le pasó a mi máquina?
- Bueno.
- Hace unos días estaba escribiendo un poema magnífico, lo iba a llamar: “la diabla”... No era un poema, propiamente dicho, era más bien una prosa poética, ya sabes, del más alto vuelo. La cosa es que estaba escribiendo este poema, extasiado (compitiendo contra los demonios que hacen que el poema pierda su vigor y se vaya, porque cuando esto sucede, cuando los dioses o los demonios de la poesía te toman con sus esqueléticos dedos, ellos te pueden soltar cuando les da la gana) estaba escribiendo esto, cuando a la máquina se le ocurre colgarse...
- Vaya.
- Pues nada, de tanto apretar “control-shift-suprimir” la jodida cosa se apagó. Fue hasta una media hora más tarde cuando me di cuenta de que a lo mejor no había guardado bien el archivo, y prendí la máquina. Ni si quiera le había puesto nombre. No existía. Se había perdido entre cables y data inservible que existe (porque en algún lugar existe) en mi computadora, y no me quedó otra más que sentirme estafado, quiero decir, ¿de verdad es este el gran avance de nuestra civilización? Sé a ciencia cierta que los pergaminos han sobrevivido siglos. En fin. Después de un par de horas de llanto, desconsuelo, preocupación e inútiles esperanzas (llamé a un par de técnicos de confianza, solo me atendió uno para decirme que era inútil) llegué a la conclusión de que toda la culpa no era mía. No. Tomé un bate de baseball que me regaló mi papá cuando era niño y...
- ..y rompiste tu computadora.
- Sí.
Carolina rió.
- Ja, ja, ja...
- ¿Qué?
- Se te borra un archivo y golpeas tu máquina. ¿Sabes qué? No te creo nada
- ¿Por qué?
Carolina mete la cabeza dentro de aquella bolsa negra.
- No todas las partes están rotas, además, la tarjeta madre está bien. Puede ser que esté desarmada...
Carolina sujeta su cabeza con ambas manos
- Es que nadie puede ser tan huevón.
Mario pasa su dedo índice por la superficie del estante donde guarda sus libros. Está lleno de polvo.
- Yo sí.
a david k y a pierre y a todos mis otros novios

ya no me quieres
ya no me hablas
ya no me dejas testimonio en el hi5
todo porque me corté el pelo, ¿no?
¿qué clase de persona eres?
La gente me repite en mi casa:
así estás más decente, hijo
ya termina con tu cliché de mierda:
soy harapiento, mira
mira mira mira mira mira mira
me gusta ser desordenado
y tener el pelo largo
y barba
y lentes de cristal
a lo Ginsberg...
Dime,
¿cuándo vienes
para echarnos en mi cama y fumar?

“cualquier día de estos...”
qué horror,
qué horror,
qué poca fe
qué ganas de jugar
qué ganas de joder
qué horror,
qué horror,
qué poca fe,
cuánta agua hace
la ceniza cuando cae,
se hace trizas
oh,
qué horror
qué horror,
qué poca fe
tienes, mi amor
oh, Dios,
qué horror
qué horror
qué poca fe
traes contigo, mi amor
oh, Dios
oh, Dios
qué poca fe
qué horror
qué...
oh, oh
qué vista,
qué horror
qué dolor
qué hijos de puta.
cuántos...
qué horror
qué horror...
qué es ese olor
a quemado
alguien que ha fumado
ufff
qué calor
qué linda playa
cuánto mar...

“acuerdate que después de la tormenta
sale el sol...”

sábado, setiembre 03, 2005

tres poemas (rápidos) para tí

hoy, revisando algunas cosas
encontré tu única foto,
la última que queda
y me di cuenta que las demás
las había ido dejando en el camino de regreso a tu casa
por un sendero oscuro
que no me llevó a ninguna parte
hoy, revisando algunos archivos
me di conque te echaba de menos
antes teníamos una esperanza
una manera de caminar abrazados
un leguaje y un amor imposible de lograr
lo teníamos todo y con el tiempo
tal vez hubiéramos llegado a tener
un perro, un gato y una que otra cosa por venir

apuesto a que estas haciendo lo mismo que yo
al otro lado de la ciudad
allí donde el sol se pone y se entra al mar
apuesto a que estás haciendo lo mismo que yo
y que estas pensando en mí
apuesto a que te vas a dormir temprano
porque no soportas la idea de haber retrocedido mil años
y te regocija haber cambiado
tus zapatos de tenis por la siesta
y la certeza vaga de un par de recuerdos
guardados en la parte más oscura de tus armarios

yo siempre me equivoco sobre todo
siempre hago lo contrario
y muy pocas veces
acierto a la primera la vencida.
Por eso estoy seguro
de estar equivocado contigo
y me paso las horas muertas de mi vida
escudriñando pedazos
me paso las horas muertas de mi vida
durmiendo,
y nunca puedo dar contigo
con lo que estás haciendo
nunca puedo dar con lo que estás pensando
puedo pasar meses
mirando por las ventanas de mi azotea que da a la ciudad,
y nunca te puedo ver
nunca te puedo adivinar
y lo último que lograré saber en mi vida,
es lo que más quiero esta noche:
lo que estás haciendo
lo que estás pensando.

viernes, setiembre 02, 2005

21.
- Entonces... dices que las mujeres tenemos este terrible problema con nuestro sexo...
- Sí, Freud dice que es algo llamado: cariño fálico...
- Ohhh, me parece que lo que dices es muy asqueroso...
La habitación de Mario está llena de humo. Carolina y él tosen mucho mientras fuman de aquella pipa de metal. Encima de la mesa sigue aquel papel arrugado y manchado de THC amarillento, y ramitas y pepas del tamaño de una bolita pequeña de papel de fumar. Y todo huele a orégano o a pasto quemado, tomando en cuenta que el olor de la marihuana se mezcla con la del incienso. La pregunta que tienen que hacerse los papás de Mario es: ¿por qué alguien prendería incienso?
- Y ese Droguerto... es amigo tuyo...
- Claro.
- ¿Y ese chico, Cobra...?
- No, a él lo conocimos de la Victoria. Él nos vende.
- Un niño...
- Claro.
Carolina se ríe.
- ¿Sabes qué me parece tu teórica de las mujeres...?
- Mi teoría no. La de Freud.
- ¿Sabes qué me parece...?
- ¿Qué?
- Gay... es lo más gay que he escuchado en mi vida...
- Cállate. Estás drogada.
- Dime... ¿por qué tu amigo Droguerto... o... Freud se pondrían a pensar en algo llamado... CARIÑO FÁLICO...? Dios, apuesto a que lo que más te gustaría en tu vida es recibir un poco de ese, “cariño fálico”...
- Oh, no. Para eso están las mujeres. Yo ya tengo uno, ¿para qué querría otro?
- Ohhh... no sé, no lo sé...
Mario prende de nuevo la pipa. La música que suena de fondo es el DVD de Los Abuelos de la Nada. Pero la televisión está en una habitación aparte.
- Dime... Mario, ¿no te da miedo que tus padres te encuentren?
- ¿Que me encuentren... cómo que me encuentren? ¿Que me encuentre cómo?
- Así, en esta “situación”...
- Te estás haciendo la drogada, ¿no?
- ¿Qué pasaría?
- No sé -Mario se pone de pie. Termina de fumar y le pasa la pipa, de la que todavía sale humo, y empieza a decir-. Te tomaría del brazo y te presentaría como mi novia. Fingiría seriedad y buena maneras, le diría que eres vegetariana, y así ellos pensarían que he sentado cabeza, que ahora tengo una chica bonita quien me puede cuidar. Incluso me darían dinero para publicar mi novela.
- ...y así dices que yo estoy drogada.
- En serio, Carolina, que ahora lleguen mis padres sería lo mejor del mundo.
Carolina asiente, dándole golpecitos a la pipa y absorbiendo.
- ¿Sabes? A veces me he puesto a pensar que me gustaría escribir cosas acerca de Droguerto, de Cobra. Estas situaciones, tú entiendes. Como estar aquí sentados, frente a mi ventana, mirando la ciudad... A veces me he puesto a pensar en que debería escribir un poco acerca de todo esto, ¿no te parece?
- ¿Escribirías algo sobre mí?
- La pregunta es: ¿quién compraría un libro así?
- ¿Tengo un personaje en tu novela?
Mario mira fijamente el rostro de Carolina. El póster de Bob Dylan está pegado justo detrás de ella y su cabello es negro, negrísimo.
- Claro, tienes un papel protagónico.
Luego, después de un rato.
- Nadie había escrito algo sobre mí, ¿sabes?
- Pues para esto estoy yo.
Carolina y Mario se dan un beso frente a su ventana.
- Ahora sí, en serio, tenemos que arreglar todo este desorden.
20.
Cuando las abre, Mario se percata de la noche y de aquel poste de luz que alumbra una camioneta station bagon estacionada a lo lejos. Pone cara de sueño. No quiere acordarse de lo que ha sucedido y, atrás suyo, con una parsimonia parecida a la de los dibujos animados, Carolina recoge su ropa que ha quedado esparcida por el suelo de la habitación, como si hubieran presenciado un terremoto.
- No tienes por qué mirarme así -piensa Carolina.
- ¿Por qué no me lo dijiste? -piensa Mario.
Pero ella ha salido del cuarto y no se lo alcanza a decir.
Luego se pierde en sus propias ideas. Piensa en aquella chica de rulitos (que se ha vuelto un recuerdo terrible) y piensa en otras cosas como: por qué por qué por qué por qué, pero él sabe que todo es culpa suya.
- ¿Sabes? -le dice Mario a Carolina cuando él ha salido de su cuarto, apoyando su mano derecha en uno de sus hombros- lo había olvidado por completo. Hoy mi hermanito iba a actuar en el colegio.
- Y por qué no estás con él -le dice Carolina, después de un rato, sosteniendo un vaso con agua.
- No me dejan entrar a ese colegio.
- Mentira...
- Es cierto. Me botaron de aquel colegio cuando tenía su edad...
- ¿Por?
- Fumar cigarrillos.
Carolina se ríe:
- Ja, ja, ja, ja...
- ¿Qué?
- Nada, el hecho de que hoy seas un fumón y que te botaran de aquel colegio por fumar cigarrillos no se relacionan en lo absoluto.
Entonces, después de un rato en el que Mario se prepara un pan con mantequilla:
- ¿Por qué no me lo dijiste?
- Ahhh... -Carolina parece muy ofuscaba.
Mario le da un mordisco a su pan, luego pierde su mirada entre los techos de las casas que se ven desde su ventana, confundidos entre un montón de luces que brillan en la oscuridad.
- Fue hasta el culo, ¿verdad?
Un silencio se apodera de la habitación.
Mario saca de su bolsillo una pipa y le pregunta:
- ¿Quieres fumar? -y se pone a fumar.
Luego, sin que nadie le diga nada, Carolina el olor del humo que sale de la pipa de Mario y decide seguirlo hasta su cuarto.
19.
En su cuarto, Mario tiene un póster de Bob Dylan y una camisa arrugada encima de una silla de madera frente a su escritorio. Carolina se sorprende de aquel papel cuadriculado arrugado y con manchas verdes en su interior. Junto a él, un montón de ramitas y pepitas de marihuana.
- ¿No te preocupan tus viejos?
Mario niega con la cabeza. Hecha un último vistazo a la sala-comedor de su casa, a la que se llega atravesando un pequeño corredizo desde su cuarto, que queda junto al baño de losetas blancas, donde Carolina se mete antes de decir nada.
Mario se sienta en su cama a esperar. Junto a él, el póster de Bob Dylan no le otorga ninguna respuesta.
- ¿Por qué te demoras tanto?
Cuando Carolina sale del baño, Mario no ha desaparecido como por arte de magia. Ambos siguen en aquel departamento en alguna parte de Surco (en realidad ella no sabe muy bien dónde está, solo sabe que su casa queda muy lejos de allí, y que de la ventana del cuarto de Mario se logra ver un poste de luz encendido) y entonces Carolina siente mucho miedo. Siente miedo de lo que está a punto de suceder. Siente miedo de Mario (ese chico de aspecto terrible, que hoy por hoy le insiste con aquella estúpida historia) y no puede contener un insignificante sollozo.
- ¿Qué se supone que va a pasar ahora?
Mario avanza a su encuentro. Revisa una vez más la sala. Y, sin concentrarse del todo, la besa. Palpa con la yema de los dedos la ropa y la chalina de polar de Carolina. La sigue besando y cierra la puerta. Cuando Carolina por fin está encima de la cama, Mario cierra las persianas de su cuarto.
17.
- Es curioso -dice Miguel, sorbiendo saliva acuosa por la nariz.
Estamos en un parque por la Victoria. La noche se ha puesto pesada. Los chicos, un niño de unos quince años llamado Cobra, Droguerto, Miguel y yo, conversamos ávidamente, casi eufóricos. Fumamos wiros y bebemos ron. La negra con el pelo teñido de amarillo desapareció por una calle desierta. Es una negra gorda, fofa, que camina con las piernas hinchadas, a punto de reventar.
- ¿Qué cosa es curioso? -le pregunto después de un rato, cuando Cobra ha prendido un cigarro enorme de algo que, espero, sea más marihuana.
- Las mujeres -dice-, a veces andan detrás de uno. Siempre andan detrás de alguien. A veces pienso que su sexo no las deja pensar.
- Es cierto -digo-, las mujeres tiene un serio problema con su sexo.
- Freud dice que es algo que tiene que ver con el pene.
Cobra lanza un a carcajada, y su wiro (o pistola de PBC) está casi a la mitad. Droguerto, que habló de Freud, está sentado junto a él y se asusta.
- Bueno, la cosa es que las mujeres tienen estas ganas terribles, descontroladas, de tener un pene. Yo le llamo: necesidad de cariño fálico. Es tan simple...
- Ohhh -exclama cobra- ustedes son muy machistas.
- No, Cobra -dice Miguel-, no somos machistas. Hablamos con la verdad.
- Somos las personas más honestas que existen -le digo.
- Y nos han hecho mucho daño las mujeres.
- ¿En serio?
- Mucho -dice Droguerto, sacando algo de su bolsillo.
Alrededor nuestro, el invierno se hace presente. Nos invade el frío y las paredes, carcomidas por la humedad, lucen las pintas de las barras bravas de la Victoria. Empiezan a caer gotas de lluvia parecidas a pequeñas inyecciones de vidrio. Pronto, nos hemos acabado el ron y seguimos conversando.
18.
- Carolina -se nota que Mario tiene algo muy importante qué decir. Se recuesta sobre la pared y continúa hablando. El mismo no escucha qué está diciendo, pero continúa. El rostro de Carolina no experimenta cambios. Después de un rato Carolina empieza a mover la boca, empieza a hablar, pero Mario no escucha qué está diciendo...
- Te he extrañado -logra escuchar que sale de su propia boca.
- ¿De verdad? -pregunta Carolina.
- No he tenido a nadie con quién hablar. Han sido días un tanto oscuros...
Alguna gente, que sale del edifico donde vive Mario, preguntan por él. Una mujer de edad llegó a preguntar: ¿es un indigente?
- Esta bien -dijo Carolina- es tarde, tengo que irme a mi casa.
Mario miró la vereda, los postes de luz alumbrando la escena. Sin brillo. Sin vida. Sin alumbrar nada. Todo era oscuridad.
- Te necesito.
- Creo que me estás tomando mucha importancia... -a Carolina se le acaba la voz, casi sin darse cuenta empieza a murmurar. Luego Mario no tiene idea de qué esta diciendo, pero Carolina sigue moviendo la boca. Revisa sus oídos y saca toneladas de cerilla con las uñas. Es una escena desagradable.
16.
- ¿Y qué te dijo? -le pregunta Carolina a Mario, mientras regresan por el camino indicado, del parque César Vallejo a la casa de él, atravesando calles, casas, puertas, edificios.
- Nada importante.
Mario camina moviendo ambos pies con mucha descoordinación.
- Fue horrible -confiesa Mario, ocultando su rostro entre los brazos.
Carolina lo abraza. En seguida continúan caminando, y le pregunta:
- Vamos, qué pasó.
- Me contó que estaba bien. Me habló de que a su profesor de inglés le sacaron los testículos...
Carolina y Mario hacen una mueca de terror y continúan caminando.
- Luego dijo que estaba bien. Que tenía todo bajo control. Eso lo dijo en inglés. Le pregunté si seguía pintando y ella me dijo que no. Dijo que ahora hacía todo tipo de cosas. Dijo que estaba haciendo un collage.
Mario saca la lengua.
Entonces Carolina piensa que a Mario se le ve gordo, sucio, todo desarreglado, y con ese sobretodo que parece volar detrás suyo con la fuerte brisa de invierno.
En seguida Mario dice:
- Es una zorra...
- ¿Qué?
- Que es un zorra. Hacer un collage, Dios... ¿a quién se le puede ocurrir?
- De qué estás hablando.
- Ya sabes. Ahora mismo me la imagino sentada al borde de la cama de sus padres, pegando papelitos sobre una hoja de cartón pensando en cuántos tipos se levantó este fin de semana.
- Vaya, qué prejuicioso eres.
- Hablo con la verdad, Carolina.
Mario empezó a reír.
15.
Droguerto se ríe. Estamos sentados en algún lugar de la ciudad, no podría precisar exactamente dónde, nada más logro percibir la vía expresa, todos ésos automóviles avanzando a través de la noche, un río de luces amarillas que logro percibir en la ebriedad. Miguel y yo nos miramos. Droguerto está apoyado contra la baranda del puente. Mira aquel río de fuego entre las demás luces de la ciudad que se confunden con la noche.
- ¿Cómo será la caída? -pregunta.
- He escuchado que el miedo consiste más en tirarse que a caer -le digo.
No estoy muy seguro de cómo llegué hasta allí. Intento preguntárselo a Miguel pero él está discutiendo algo con Droguerto. Ambos están muy pasados. Intento refrescar mi memoria pero lo último que recuerdo es un parque en la zona más residencial de la Victoria, cerca a la cuadra ocho de Canadá, lleno de árboles muertos y pasto cubierto de tierra, con una banca en buen estado y otra apoyada con un par de ladrillos. Una negra con el pelo teñido a la que le solemos comprar al por menor.
Droguerto y Miguel siguen discutiendo. Ha pasado media hora. El tráfico se ha tranquilizado un poco. Abajo nuestro, en la vía expresa, los automóviles parecen insectos alucinados. Luces rojas y amarillas avanzando sin importarles nada en este mundo. De pronto me siento angustiado. Mis dos únicos amigos están peleando. No entiendo muy bien de qué se trata. Pero podría jurar que es por alguna chica que viste de negro y escucha canciones inéditas de Andrés Calamaro todo el día. Es el único tipo de chica que existe para Droguerto y Miguel. El caso es que ambos están empujándose el uno al otro para ver quien cae primero. Y yo me imagino el cadáver de uno de ellos tendido sobre la pista, causando un choque múltiple y dejando a varios en Emergencia esta noche.
El caso es que después de un rato caminamos por la avenida Benavides dando tumbos mientras se hace tarde, y poco a poco nos vamos alejando de la vía expresa. Llegamos a lo que es el parque Reducto. Deben ser las once y media de la noche. No me acuerdo de nada, pero estoy seguro de que hemos empezado temprano hoy.
- ¿Cuántos años tiene?
Todo resulta muy confuso. Mientas caminamos, la ciudad da vueltas y vueltas. La neblina ciega nuestro camino de regreso y nos hace avanzar a tientas por la calle. Ninguno se anima a tomar un micro, o un taxi, por lo que seguimos caminando.
- Por favor. No es nada más que algo platónico.
- Qué bueno que lo tomes así -dice Droguerto, que está fumando algo. No me doy cuenta de qué es, pero se lo pido y fumo. De pronto me siento muy mal, y recuerdo que he bebido pisco (siento ese sabor en mi boca), por lo que me tengo que arrodillar, y todo da vueltas y vueltas. Y escucho que Miguel dice:
- ...y estaba allí. Era una chica de unos dieciséis o dieciocho años. Su dentista era un chico moreno de bata celeste, llevaba una de ésas cosas que se usan para cubrirse la boca. En fin, era hermosa...
- Y tu dentista.
- Ella es diferente.
- ¿Por qué? ¿Es especial?
Miguel se ofusca. Yo intento reponer mi estabilidad, sentado al borde de la pista, pero no puedo. No lo logro hacer. En seguida Miguel dice:
- Mira, Droquerto, cuando una chica viene y te toca así la boca...
- Es tu dentista huevón.
- Y eso qué tiene que ver.
En el fondo la discusión nos lleva a un tema muy claro para mí, y no me siento bien hoy, por lo que no digo nada, y mi dos únicos amigos siguen peleándose por una chica que a lo mejor no le importa nada, tomando en cuenta que es una chica que se viste de negro y escucha canciones inéditas de Andrés Calamaro todo el día...
- Qué tendrá que ver Paty con esto, huevón. De qué estás hablando...
- ¡Mario!... ¡Mario!
Me llevan en brazos. Estoy en la puerta de mi edificio. Mi cabeza cuelga como un péndulo. Me siento terriblemente mal, y por alguna extraña razón solo logro articular palabras para decir cosas como: ¡mierda! ¡la vida es una mierda!. Y cuando atravieso el umbral de la puerta, mis amigos me dicen adiós, y amanezco acurrucado en el estacionamiento del edificio junto a un Munstand negro.
14.
- Mario -dice Carolina, tomándome del brazo.
- ¿Qué pasa?
- ¿Adónde te fuiste?
La luz se colaba por la sala-comedor entre persianas amarillas por el uso. Carolina se movía de un lado a otro, abrigada con una bufanda, lista para salir, previniendo el frío del invierno actual.
- Por un momento pareció como si te hubieses ido.
Mario se reincorporó.
- Nada, solo estaba pensando.
Carolina se acercó hasta quedar parada junto a él. Metió los dedos entre el pelo de Mario, rebuscando sus ideas.
- Pensando en quién.
- Nada más estaba pensando.
Ambos se quedaron callados. Carolina se sentó al borde del sillón y contempló lo que se podía ver de la ciudad por la ventana de Mario, aún teniendo las persianas a medio cerrar. Un sentimiento de convalecencia los inundó a los dos por un segundo, pero continuaron hablando.
- Uno no puede escapar de los recuerdos -dijo Mario-, menos si son buenos recuerdos.
Carolina asintió.
- En fin, habíamos quedado en salir ¿no?
Se pusieron de pié. Mario llevaba su sobretodo. Se le adelantó a Carolina y le abrió la puerta. Cuando estuvo a un centímetro de su rostro, Mario la besó.
- ¿No vamos a sacar a pasear a tu perro?
- No, es muy aburrido.

13. Oto-ño (un pequeño flash back)
Caminábamos la chica de rulitos y yo uno de aquellos meses que pasamos juntos (fueron meses que se esfumaron demasiado rápido, confundidos entre calles desoladas o parques alrededor de toda la ciudad) el caso es que aquella vez nos alejamos por el malecón de Barranco, casi llegando a Chorrillos, tomados de la mano, sin importarnos siquiera lo que podría pasar (o lo que estaba a punto de pasar) y estábamos abrazados, lo recuerdo, caminando por Pedro de Osma, con sus árboles altos y frondosos, indestructibles, mientras caían de allí pequeñas semillas tierrosas que pisábamos, preguntándonos si lo que estábamos haciendo estaba bien, o si lo estábamos arruinando como siempre.
Ella me dijo que todavía era joven, que todavía le quedaban muchos lugares por conocer, muchas personas qué conocer. Dijo algo como que me había estado guardando desde siempre para después, como cuando comes pan con mantequilla y te guardas el centro para el final, porque es lo más rico. Eso dijo. Yo le pregunté si me estaba tomando el pelo. Ella dijo que el pan con mantequilla era lo mejor del mundo, y eso ya no se lo pude refutar
Así pasaron los días. Algunas veces, cuando salíamos de la universidad, nos alejábamos caminando y tomábamos café en el Óvalo Gutiérrez. Luego nos perdíamos, por ejemplo, por San Isidro, y tal vez si llegaba la noche y nos atrapaba besándonos, una cosa llevaba a la otra, y terminábamos tocándonos en el Olivar. Siempre hablábamos de sus planes. Ella decía que quería ser pintora. Una de las pocas veces que fui a su casa me llevó a un taller que era un cuarto en el último piso. También recuerdo haber estado allí de muy niño. Había un lienzo, muchas manchas de pintura en el piso. Algunos cuadros tenían algo de talento y sin embargo, lo mejor eran los bocetos a escala y apenas algunas cuantas pruebas en cartulina regadas por el piso. Algunas a carboncillo. Había un libro “Dias distintos” escondido en un cajón. Y una cajita de fumar OCB negra que compré hace tiempo, una época en la que ella quiso fumar.
El caso es que un día, en vacaciones, después de un fin de semana sin tener noticias de ella, me angustié sin ningún motivo (es verdad) y llamé a su celular. Siempre lo hacía. Después de un rato de dejar timbrar, decidí salir a tomar aire. Sin poder aguantar aquella necesidad, la llamé. Me noté ofuscado (soy un tipo que no logra controlar sus sentimientos) y ella dijo: hoy no puedo, mañana sí.
Al día siguiente ella envió un mensaje y nos encontramos en Miraflores. Después de tres días sin verla supe que el encuentro sería gratificante. Cuando llegué, ella me dejó esperando como una hora más en la puerta de un taller de manualidades al que entró, nunca logré entender por qué. Apenas la vi, crucé la avenida de esquina a esquina y la abracé (yo había estado parado esperándola y terminé frente a un quiosco en el que un periódico chicha rezaba: “Los OVNIS invaden Lima”) y ella pegó, todavía lo recuerdo, su rostro contra mi pecho. Nos demoramos en iniciar el trayecto: una vereda cubierta de hojas de otoño sin barrer. No tenía la más remota idea de que ese día ella me iba a terminar. Tenía un vago presentimiento de que algo andaban mal, pero nunca me imaginé que ese mismo día me iba a terminar. Se podría decir que estábamos en nuestro mejor momento. Cuando me lo dijo ya era de noche, y estábamos caminando por Comandante Espinar. Ella estaba hablando de cosas que no podíamos hacer como una pareja normal.
- ¿Cómo qué cosas? -le pregunté. Estaba parada en las gradas de una escalera y yo la tenía abrazada por la cintura.
- No sé, un montón de cosas -dijo, después de enumerar algunos ejemplos.
- Lo único que importa es que de verdad nos queremos -le dije, pero luego me di cuenta de que ella ya lo había planeado de antemano. Dijo que no se trataba de eso. No estaba cómoda. Tal como iban las cosas lo único que faltaba era una explosión nuclear. Cuando en la casa de la chica de rulitos se dieron cuenta que salía conmigo, le reprocharon: hijita, qué tienes en la cabeza. Eso era todo lo que le decían. ¿Qué tienes en la cabeza? ¿Qué tienes en la cabeza? Y yo no me puedo jactar de haber pasado por lo mismo, porque en mi casa yo nunca dije nada. Quizá mis padres hubieran reaccionado igual, no lo sé.
- Entonces hay que separarnos -le dije.
Estábamos sentados en el Óvalo Gutiérrez. La chica de rulitos me miró achinando los ojos, pensando en que quizá mañana más tarde se iba a arrepentir enormemente. Que lo estaba arruinando. Pero la verdad era que todo ya estaba arruinado de por sí. Una vez que terminamos, no nos dijimos ni adiós. Y las cosas en mi vida se volvieron lo que ahora son.
12.
Yo estaba dormido cuando llegó Carolina. Era viernes. Me despertó el timbre. Estaba perdido en un sueño. Y cuando contesté la vi por el intercomunicador, su cara se deformaba haciéndola ver cónica y azul. Ella dijo:
- Con Mario, por favor.
- Carolina, sube...
Apreté el botón con el que la reja de abajo se abrió. Luego abrí la puerta y busqué mi sobretodo marrón. Me tendí sobre el sillón y Carolina no demoró en llegar.
- Hola.
- ¿Cómo te va?
- Qué bonito tu departamento.
- Gracias.
Celebró la conducta de mi perro. Yo le advertí que aquel perro chihuahueño (chihuahua, me corrigió ella) era un maricón. Ella me preguntó por qué decía eso.
- Es que lo es.
- ¿Por qué dices eso?
- Porque lo han castrado.
Carolina asintió.
- En fin -dije- ¿quieres algo de comer, de tomar?
- Un vaso de agua, quizá.
- OK.
Ella vestía un jean azul que le quedaba de verdad muy bien, aquella camisa a cuadros, otro polo color negro, parecido a cualquier polo color negro, una casaca marrón y una bufanda a cuadros. Llevaba otra vez aquellos lentes de montura gruesa, negra, que intentaban dar una apariencia tal vez intelectual.
Le extendí su vaso con agua. Cogí el cereal de mi hermano y agarré un puñado de hojuelas de maíz azucaradas y empecé a comer una por una, como quien saca pétalos a una flor. Carolina me miró. Yo me apoyé contra la refrigeradora amarilla, un tercio más baja que yo, intentando adivinar sus pensamientos.
- ¿Estuviste mucho rato esperando allá abajo?
- Unos diez minutos...
- Lo siento, estaba dormido.
Carolina le da un sorbo a su vaso con agua. Luego camina arrastrando los pies por toda su habitación, hasta llegar a la ventana por la que se ve la ciudad (vivo en un noveno piso) y luego dio una media vuelta, como desfilando por una pasarela imaginaria, y se sienta al borde de la ventana. El televisor está prendido y por allí pasan el noticiero de la tarde.
- Son más de la una, ¿no quieres nada de comer?
- Comí antes de venir. Últimamente duermo hasta tarde y tomo desayuno a las once.
- Igual que yo -dije, preparándome un pan.
- Almuerza tú, si quieres.
- Este es mi almuerzo -dije, comiéndome el pan.
Carolina sonrió.
- ¿No hay nadie en tu casa?
Asentí. Le di un mordisco a mi pan. Terminé de masticar aquello y le dije:
- Nunca hay nadie aquí hasta las cinco, solo este jodido perro chihuahueño y yo...
- Chihuahua -corrigió Carolina.
- Es igual.
- ¿Por qué lo odias tanto? -me preguntó, después de un rato.
- No lo odio -le dije, negando con la cabeza.
Después de comer el pan, me acerqué hasta donde estaba sentada Carolina. Ella me miró otra vez con aquella expresión en los ojos.
- Entonces, ¿no almuerzas? -me preguntó.
- Me dejan algo de dinero para comer. Prefiero quedarme con la plata, a veces me como un sándwich en algún sitio.
Carolina se fijó en mi pijama. Me preguntó si era con eso con lo que dormía. En seguida rió. La imagen de la chica de rulitos desapareció momentáneamente de mi cabeza. Dijo que tenía una mancha. Puso su mano sobre mi cuello. Yo le dije que ella también tenía una mancha, señalé su camisa y subí mi dedo hasta su nariz.
- No me hacían eso de que estaba de este tamaño -dijo, con la palma de su mano más o menos a la altura de mi ombligo.
- No hace mucho tiempo, entonces -dije.
Carolina empezó a hacer sonidos extraños, como gruñidos. No quería besarme. Pese a todo me acerqué (no tenía nada que perder) y la abracé. Fue un abrazo que, creo, Carolina aceptó después de todo. Y besé su cuello. Supongo que aquellos sonidos extraños eran de incomodidad, o algo muy parecido a la incomodidad. Después de eso, decidí dejar en paz a Carolina.